Miré a la puerta de mi armario que parecía moverse sinuosamente. En él escribí: “Y tú, ¿qué eliges cuando tienes que hacerlo? ¿Lo necesario, lo bueno, lo correcto, lo bello, lo apetecible,…?”. Era una frase que escuché en una película y pretendía que me hiciese plantearme qué me pongo abriese el armario. Me parecía guay, sin más. Curiosamente cuando acepté jugar a ese juego de cartas no me percaté de qué era lo que escogía. No escogía lo necesario. Ni lo bello. No sabía si era lo bueno ni lo correcto, pero era apetecible en aquel momento. Sin embargo ahora mi visión del armario era una superficie de agua viva. Si la visión normalmente estuviese pintada en una cuadrícula perfecta de líneas verticales y horizontales, para mi todas ellas se habían vuelto curvas, oscilantes, parásitas. La vista no me permitía ver, sólo prever. No tardé en caerme al suelo con el tres de espadas en la mano. Me dijo el crupier que si alguna carta acababa en el suelo, perdía el juego. Y perdí. Perdí los ojos.
Cuando quise darme cuenta estaba gritando de dolor. Elegí gritar. Porque era necesario. El aire frío entraba por mis orificios oculares y el cerebro, literalmente se me secaba. Me entró un dolor de cabeza horrible, parecido al de la resaca, pero cien veces más intenso. Mientras, lloraba sangre. Unos brazos vigorosos me pusieron totalmente de pie. La voz del crupier me susurró que ofreciese las manos, junto con el naipe. Yo las puse. Porque era lo correcto.
En ellas me puso unos ojos. Era evidente por el bulto del cristalino y por la textura gelatinosa. Sonó un silbido metálico y un resbalón de barrido. Era yo cayendo de nuevo al suelo. Sobre las manos, aún extendidas, me puso pies. No me di cuenta de que me los había cortado hasta que caí de espaldas al suelo por con mis tobillos sangrantes. Me di con la cabeza en el suelo. Aquello que me susurró me cortó luego las manos. Dejé de sentir el tres de espadas.
No podía moverme y la sangre me fluía a borbotones, y mi calor corporal con ella. El dolor de cabeza parecía amainar. Unos pasos que sonaban a parqué viejo se alejaron. Luego regresaron los pasos y un grito de mujer que me pareció reconocer. Recuerdo que de pronto sentí un fuerte olor a sexo. La voz que me puso los ojos en las manos me puso ahora un clítoris en la boca. Lamí inconscientemente. Me asusté de mí mismo. Reconocí el sabor.
Yo volví a lamer. Volví a asustarme. Me excité.
Sonó un silbido metálico. Ya no tenía pene. Lo sentí. Dejé de lamer y grité sin elegirlo. El calor de mi grito caliente excitó a la mujer. De pronto noté sobre mi lengua abierta una humedad peculiarmente hormonada proveniente de su sexo. Ella gritaba. Yo lloraba.
Al poco tiempo dejé de sentir dolor. Había perdido mucho calor corporal.
No pude hacerlo.
Durante unos instantes sólo se le escuchaba a Alina sollozar. Yo no sentía nada más que mi cuerpo agitarse violentamente.
Se oyó un forcejeo y Alina dejó de sollozar.
Mi verdugo prefirió lo apetecible.
Cuando quise darme cuenta estaba gritando de dolor. Elegí gritar. Porque era necesario. El aire frío entraba por mis orificios oculares y el cerebro, literalmente se me secaba. Me entró un dolor de cabeza horrible, parecido al de la resaca, pero cien veces más intenso. Mientras, lloraba sangre. Unos brazos vigorosos me pusieron totalmente de pie. La voz del crupier me susurró que ofreciese las manos, junto con el naipe. Yo las puse. Porque era lo correcto.
En ellas me puso unos ojos. Era evidente por el bulto del cristalino y por la textura gelatinosa. Sonó un silbido metálico y un resbalón de barrido. Era yo cayendo de nuevo al suelo. Sobre las manos, aún extendidas, me puso pies. No me di cuenta de que me los había cortado hasta que caí de espaldas al suelo por con mis tobillos sangrantes. Me di con la cabeza en el suelo. Aquello que me susurró me cortó luego las manos. Dejé de sentir el tres de espadas.
No podía moverme y la sangre me fluía a borbotones, y mi calor corporal con ella. El dolor de cabeza parecía amainar. Unos pasos que sonaban a parqué viejo se alejaron. Luego regresaron los pasos y un grito de mujer que me pareció reconocer. Recuerdo que de pronto sentí un fuerte olor a sexo. La voz que me puso los ojos en las manos me puso ahora un clítoris en la boca. Lamí inconscientemente. Me asusté de mí mismo. Reconocí el sabor.
– ¡Suéltame! –gritó una voz femenina.
– Hoy no –replicó la voz.
– Hoy no –replicó la voz.
Yo volví a lamer. Volví a asustarme. Me excité.
– Tú eliges, bella. O él o tú.
Sonó un silbido metálico. Ya no tenía pene. Lo sentí. Dejé de lamer y grité sin elegirlo. El calor de mi grito caliente excitó a la mujer. De pronto noté sobre mi lengua abierta una humedad peculiarmente hormonada proveniente de su sexo. Ella gritaba. Yo lloraba.
– ¿Os gusta?
– ¡Carl! Lo siento. De veras. No puedo evitarlo, y no lo entiendo…
– Tranquila, Alina. A mí también me pasa…
– Con que os gusta, ¿eh? ¡Os gusta el sexo y la sangre juntos!
– ¡Carl! Lo siento. De veras. No puedo evitarlo, y no lo entiendo…
– Tranquila, Alina. A mí también me pasa…
– Con que os gusta, ¿eh? ¡Os gusta el sexo y la sangre juntos!
Al poco tiempo dejé de sentir dolor. Había perdido mucho calor corporal.
– ¿Alina? ¿Dónde estás?
– ¡Sigo encima de ti!
– No te siento…
– ¡Lámela, Carl! ¡Lámela!
– ¡Sigo encima de ti!
– No te siento…
– ¡Lámela, Carl! ¡Lámela!
No pude hacerlo.
– ¡Para! ¡Para! –gritó ella.
– ¡Alina! ¿Qué hace?
– Hago tu trabajo, Carl.
– ¡Ah! ¡Para! – ¡Alina!
– Deliciosa está tu mujer, Carl.
– ¡Hijo de puta!
– ¡Honrosamente! ¡Ella me enseñó a lamer!
– ¡Alina! ¿Qué hace?
– Hago tu trabajo, Carl.
– ¡Ah! ¡Para! – ¡Alina!
– Deliciosa está tu mujer, Carl.
– ¡Hijo de puta!
– ¡Honrosamente! ¡Ella me enseñó a lamer!
Durante unos instantes sólo se le escuchaba a Alina sollozar. Yo no sentía nada más que mi cuerpo agitarse violentamente.
– Y bien, ¿quién prefieres que muera, Alina?
Se oyó un forcejeo y Alina dejó de sollozar.
– ¡Vaya! Tu mujer era una as, Carl. Nadie antes había conseguido quitarme la katana.
Alina eligió lo bueno.
– Y bien. ¿Qué hago contigo? ¿Espero a que te mueras o te corto la cabeza con un serrucho? Lo segundo es más rápido, y aunque parezca desagradable, es menos doloroso.
Yo elegí lo bello.Mi verdugo prefirió lo apetecible.
"Lee Miller (neck)" de Man Ray |
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