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Mostrando entradas de noviembre, 2014

La luna de granito

El mundo no hace más que gritar en esta luna gris de granito. Las hojas de planta bailan solas. Solas y sin aroma bonito que acompañe su vaivén dichoso Qué triste triste es bailar solito por cada palmo de arena gris, en esta luna gris de granito. Y es que en todo todo palmo gris de polvo de luna gris de granito no hay nada más que las hojas verdes balanceándose. A poquitos, ni muy muy fuerte ni sin dejarse, no más que a merced del ventecito. A veces me siento planta verde; su viento parece mi destino. Me quedo frío en la luna gris; viento sin baile, plantas y gritos. Solo me quedo con tristes plantas; sólo anhelan quien baile consigo. ¡Qué pena! Que ahora es el viento quien por nosotros ha decidido dejar estéril de olor a esta luna sin nadie que baile en su granito.

Cuarteto que buscas cuerdas

Como un libro abierto sin letras mis ojos se pierden al mirar. Buscando un atisbo de luz que queme al fin mi soledad.

Lo que nos separó para volver a unirnos

Sé que a veces el pecho parece sangrar, y que cuando pones la mano sientes que es el corazón el que le apuñala certeramente. Sé que, sin querer, fui yo quien dio la orden a tu corazón de que te hiciese daño, y que le programé para que te llenase de alegría cada vez que me vieses para luego devolverte toda esa alegría concentrada en forma de bala de metralla cuando dejases de hacerlo. Y siempre queda en la herida abierta de tu pecho sangre oscurada por el dolor y los fragmentos de metralla se quedan clavados en ti, y se acaban cristalizando en esperanza. ¡Claro que sí! Si la bala provino de la alegría, los restos en tu pecho no pueden ser de otro material. Esperanza de volver a verme de nuevo para calmar tu dolor y, por ende, eternizarlo cada vez que dejes de hacerlo. Ojalá nunca hubiese descubierto el mecanismo que programaba a tu corazón a suicidarse lentamente. Pero lo hice. En tu corazón y en el mío. Y no hay vuelta atrás en la secuencia de autodestrucción. Y sé que lo sa

Otoño de hoja caduca

En la calle un niño recoge una hoja de otoño. De las primeras que caen. De esas que caen cuando todavía la gente no se ha percatado de que ha empezado, pero que, sin darse cuenta, ya está apoyado en el regazo del frío. Ese frío que suele ser preludio de muerte algunas veces, sobretodo para personas ancianas, o simples cambios en la vida porque termina el verano y la aparente comodidad, y hace acto de presencia la crudeza de la vida misma. Y un niño cogía de la mano a esa crudeza. Y se la guardó en el bolsillo. El pequeño niño otoñado, se subió a un tobogán del parque. Un tobogán que para él era toda una aventura. Sentía esa electricidad tímida por su cuerpo que se hacía más fuerte a medida que descendía, a medida que aumentaba la velocidad. Y para él era claramente necesario volver a subir, porque la electricidad si no se desvanecería. A su padre, que estaba al lado, apenas le llegaba el tobogán a la altura de la cabeza, pero también sentía esa electricidad de aquel niño,

Migración

Alejandro salió de madrugada. Andando por el bulevar veía cómo los pájaros abrían el cielo. Llegó al cementerio. Se sentó delante de la lápida de su mujer: “Elisa Rodríguez. 37 años. Tu marido te recuerda”. -         ¿Qué tal estás, Elisa? –le dijo Alejandro mientras Elisa se sentaba a su lado. -         Bien, creo. No se está demasiado mal aquí. Los dos se quedaron mirando al cielo. Los pájaros volvieron a abrirlo mientras la camiseta y el pantalón corto de Alejandro se mecían con el viento. Como llevándole con ellos. El sol poco a poco se abrió paso entre las montañas mirando de frente a los ojos de Alejandro. Las flores de la primavera sumergían el cementerio en la más colorida belleza. -         El cementerio es bonito –dijo Elisa sin mirarle. -         Eso dicen. -         No has cambiado nada. -         No suelo hacerlo. -         Al menos sabes que te quería, ¿verdad? –dijo Elisa. -         Como todos. -         ¿Me querías? –dijo mirando a sus ojos

Romance de desamor y rabia

Intento entender entonces pero el nudo en el estómago se vuelve garra y se me acaban los versos a las pocas palabras pues intentan parar mi pluma mis enfermizas entrañas. Pero el golpe de viento desenfrena mi alma lanzándola como luces e inmoladora rabia; como raudos dolores que se hacen metáfora. Cuando fruncen el ceño las densas bitácoras -los recuerdos con lastres- las confusiones se amarran de estantes de historas pasadas por agua que fueron recuerdos mojados con habla. Habla que le siguió a los actos actos acabados en rabia. Culpa y lírica derramada en cada dolorosa magia. Magia llamada poema. Dolorosa llamada alma. Confusiones que no liberan al que las escribe o las lanza. Son producto de agniciones o de vivencias, o de savia negra savia que contamina los recuerdos del que ama. Y cuando quiere amar o ha amado esa savia se dispara y sin previo aviso impregna de ceguera, y no se sana. Pero una

El arte de recordar

Cada gesto sabe a miel cuando escribo en esta hoja. Y aún más cuando sé que escribo porque he tenido algo maravilloso: un recuerdo. Esa cosa que no es cosa por no es en ninguna parte. Pero siempre está en alguna parte. Siempre que aparece, los ojos dejan de funcionar y reproducen un vídeo durante unos instantes. Unos instantes que no tienen tiempo. Como si por un momento pudieras no vivir y recordar. O mejor, como si fuera necesario no vivir durante ese instante para poder recordar. Por supuesto hay recuerdos más allegados que otros y, como cuando ves una película. produce una reacción. Una catarsis fugaz y efímera acompañada de una sonrisa, de una mala cara, de una mirada, de un suspiro. Pero los recuerdos que más mueven son aquellos que darían ganas de representar y describir in situ y recrear, quizá (o muy probablemente) de forma torpe, pero que serían como revivirlos otra vez. Revivir con el corazón. Es curioso: Recordar. Re- cordis (corazón). Que recordar significa exactamente

El gong

Suena un gong y el agua recibe su eco en forma de ondas. Los pájaros vuelan exitados hacia las nubes blancas que se apartan con el viento. Hasta que se forma un claro en el cielo. Suena un gong y el agua recibe su eco en forma de ondas. Los pájaros, muertos y no hay, no hay nubes blancas que se muevan con el tiempo. Hasta la tormenta arreciando de nuevo. Suena un gong y el agua recibe su eco en forma de ondas. Los pájaros, ocultos en su nido y con las nubes negras que truenan sobre el suelo. Y el hombre que toca el gong tiene el gong ya en el suelo, y ningún eco de gong retorna al cielo. Hasta que vuelvan las nubes blancas si quieren, de nuevo. Sin el gong. Sin el eco. Sin pájaros muertos.