En la calle un niño recoge una hoja de otoño. De las primeras que caen.
De esas que caen cuando todavía la gente no se ha percatado de que ha
empezado, pero que, sin darse cuenta, ya está apoyado en el regazo del frío. Ese
frío que suele ser preludio de muerte algunas veces, sobretodo para personas
ancianas, o simples cambios en la vida porque termina el verano y la aparente
comodidad, y hace acto de presencia la crudeza de la vida misma.
Y un niño cogía de la mano a esa crudeza. Y se la guardó en el
bolsillo.
El pequeño niño otoñado, se subió a un tobogán del parque. Un tobogán
que para él era toda una aventura. Sentía esa electricidad tímida por su cuerpo
que se hacía más fuerte a medida que descendía, a medida que aumentaba la
velocidad. Y para él era claramente necesario volver a subir, porque la
electricidad si no se desvanecería. A su padre, que estaba al lado, apenas le
llegaba el tobogán a la altura de la cabeza, pero también sentía esa
electricidad de aquel niño, aunque más bien, por su suavidad y sutileza, parecía
más fluida. Quizá algo más parecido al agua que a la electricidad. Pero era
curioso ver cómo ese agua con la electricidad formaban una corriente
ineludible. Inseparable. Inotoñable. Una carga energética que en algún momento
debía acabar. El padre debería irse a trabajar o bien el niño se cansaría del
tobogán o tendría sueño o hambre al final de la tarde. Y, naturalmente, adiós a
esa energía.
Pero ni uno ni otro pensaban en ello. De hecho, era casi como ver a dos
niños, más que a un padre y a un hijo. El padre era como el niño que admira
estupefacto un salto enorme entre dos casillas de rayuela, o una pirueta
majestuosa con una canica. En aquel momento, padre e hijo eran el choque
frenético de dos peonzas en un mundo ideal sin rozamiento, en las que no
caerían nunca.
Entonces me levanté del sitio y me cayó en la cabeza una pelota que
estaba enganchada en un árbol. La recogí. Y el niño la vio, y fue corriendo
hacia ella. Y el agua seguía velando por aquella electricidad que corría
desmesurada de libertad desde el tobogán hacia mí.
Entonces decidí dejarme electrificar. Decidí jugar con él. Le enrabietaba
mucho que le engañase con la pelota y al final no se la diera, pero se reía
mucho cuando me la quitaba y yo hacía como que me caía al suelo.
En un descuido, al niño se le escapó la pelota y fue hacia fuera del
parque corriendo. Hacia la carretera. Yo intenté salvarle. De veras que lo
hice. Pero no pude. Cuando quise cogerle, no pude correr después y una
furgoneta nos atropelló a los dos.
Entonces la corriente dejó de correr.
El agua se quedó sin electricidad.
El niño estaba muerto, y yo no tardaría mucho en correr esa suerte.
Sólo un par de minutos de agonía y culpa y todo habría acabado. Su padre vino
corriendo y el agua esta vez se derramó por sus ojos. Echó una mirada de odio
compasivo al que creyó –con razón– que era mi cadáver. Y abrazó a su hijo que
sangraba por la boca y que ya no miraba a su padre. Una de las peonzas se había
caído y la otra por ende perdía el equilibrio. Entonces cayó del bolsillo del
pequeño aquella hoja de otoño que había cogido. A mi lado.
Después de muerto el niño me hacía un regalo. Quizá era una invitación.
Una invitación que me enviaba desde el otro mundo. Un atisbo de electricidad muerta
guardada en una hoja de un árbol que seguro que aún vivía.
Vi cómo me alejaban de aquel niño del que sólo veía ya una mano muerta
descolgada y la espalda de su padre alejándose. Me despedí de él con un
suspiro. La hoja se quedó en medio del asfalto bajo mi mirada ya inerte. Acepté
su invitación. La hoja voló en un golpe de viento y explosiones de hojas
cayeron hacia el suelo. Hojas de mil colores.
La crudeza del frío sustituyó a la vida. Se volvió la única vida que
habitaba en nosotros. La única que a partir de ese momento existiría jamás. De
pronto había empezado el otoño. Un otoño eléctrico de corriente discontinua.
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