Sé que a veces el pecho parece sangrar, y que cuando pones la mano sientes que es el corazón el que le apuñala certeramente.
Sé que, sin querer, fui yo quien dio la orden a tu corazón de que te hiciese daño, y que le programé para que te llenase de alegría cada vez que me vieses para luego devolverte toda esa alegría concentrada en forma de bala de metralla cuando dejases de hacerlo. Y siempre queda en la herida abierta de tu pecho sangre oscurada por el dolor y los fragmentos de metralla se quedan clavados en ti, y se acaban cristalizando en esperanza. ¡Claro que sí! Si la bala provino de la alegría, los restos en tu pecho no pueden ser de otro material. Esperanza de volver a verme de nuevo para calmar tu dolor y, por ende, eternizarlo cada vez que dejes de hacerlo.
Ojalá nunca hubiese descubierto el mecanismo que programaba a tu corazón a suicidarse lentamente.
Pero lo hice. En tu corazón y en el mío. Y no hay vuelta atrás en la secuencia de autodestrucción.
Y sé que lo sabes. Que aquel hilo rojo que nos unía se ha deshecho. Antes ese hilo era una prolongación de nuestra arteria ulnar, la que une la mano con el corazón. Esa que aprendimos a mantener unida en la distancia y que compartía nuestra sangre cuando nos dábamos las manos.
Ahora no existe conexión alguna entre nuestras sangres. Pero el corazón no sólo se conecta con sangre. Sigue habiendo ojos y piel. Ojos para mirar nuestros corazones y piel para abrazarlos. Y llegará un día en el que ese contacto no nos hará daño.
Y un hilo rojo se nos unirá por los ojos. Y seguiremos su trayecto hasta un corazón nuevo. Uno que una vez murió pero que haya resurgido como las ondas que perpetúan la vida de una gota al caer al océano. Como el eco que se pierde pero sigue existiendo tras el golpe. Como los corazones que hemos perdido, pero cuyo amor podemos rescatar. Podemos volver a unir ese hilo rojo. Otro hilo rojo nuevo. De otra forma. Con las ondas, sin la gota. Con el eco, sin el golpe. Con el amor, sin la pérdida.
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