Alejandro salió de madrugada. Andando por el bulevar veía cómo los pájaros abrían el cielo. Llegó al cementerio. Se sentó delante de la lápida de su mujer: “Elisa Rodríguez. 37 años. Tu marido te recuerda”.
- ¿Qué tal estás, Elisa? –le dijo Alejandro mientras Elisa se sentaba a su lado.
- Bien, creo. No se está demasiado mal aquí.
Los dos se quedaron mirando al cielo. Los pájaros volvieron a abrirlo mientras la camiseta y el pantalón corto de Alejandro se mecían con el viento. Como llevándole con ellos. El sol poco a poco se abrió paso entre las montañas mirando de frente a los ojos de Alejandro. Las flores de la primavera sumergían el cementerio en la más colorida belleza.
- El cementerio es bonito –dijo Elisa sin mirarle.
- Eso dicen.
- No has cambiado nada.
- No suelo hacerlo.
- Al menos sabes que te quería, ¿verdad? –dijo Elisa.
- Como todos.
- ¿Me querías? –dijo mirando a sus ojos cabizbajos.
- Desde el día en que vi tu lápida por primera vez.
- Supuse que a partir de ahí empezarías a quererme –dijo mientras desviaba su mirada al sol.
- Lo siento, Elisa.
- Como todos, ¿no?
- No. Eso no es como todos.
- Llegas un poquito tarde, ¿no te parece?
- Desde que te maté he llegado tarde a todas partes.
- Ya, imagino –dijo mientras se levantaba para meterse de nuevo en la tumba–. Es lo que tiene el arrepentimiento.
- Ya no vale de nada, ¿verdad?
- Tú sabrás.
Alejandro se levantó y sacó un cuchillo negro, doblado por un golpe. Lo tumbó frente al suelo de la lápida y lo enterró. Luego se tumbó ahí mismo y cerró los ojos. Para cuando llegó el invierno su piel ya era nieve, y los pájaros se lo habían llevado. El cuchillo se quedó sobre la lápida. La arena se fue con el viento y acabó quedando al descubierto. En ese momento Elisa se levantó de nuevo.
- No sé de qué te sirve ya dejarme todas estas cosas.
- Ni yo, pero te has levantado para mirarlo.
- Como todos, Alejandro.
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