John se despertó, pero Jim no. La luz del sol entraba por la ventana y John se tapó la cara con la manta, me miró y bostezó. Le di mi anillo y lo dejó en la mesilla mientras se levantaba. John empezó a vestirse ante mis ojos, pero preferí quedarme tumbada y no mirarle. Se iba de la habitación. Le dije “¿A dónde vas?”.
- A desayunar.
- ¿Con el chándal y la gorra de yankee?
- Nunca me quito la gorra.
Finalmente el “chico guay de la gorra” salió por la puerta. Me levanté, distinta de cómo me había acostado: casi desnuda. Le seguí hasta el salón. Me senté a su lado mientras se encendía un cigarrillo.
- Jim sigue en la cama, ¿no? –dijo él mientras me miraba-.
- Obviamente.
John se quedó pensativo, mirando al televisor apagado, mientras se hacía un pitillo que aspiraba rápidamente. Veía cómo el cigarro se consumía en esa antigua y diminuta pantalla cuadrada, a la par que su aliento. Se lo quité antes de que se quedara hasta sin el filtro.
John se quedó de nuevo mirando al televisor, pero cogió el mando. Me fui a vestirme. Jim seguía ahí, sin despertarse. Cuando volví John puso la tele. Tenía fruncido el ceño y una colilla que sólo soltaba humo en la mano derecha, a punto de consumirse del todo. Le dije “¿Qué te pasa?”. Me contestó “Me está quemando ver las gilipolleces del tarot ya”. Le dije: “¿A quién no le quema eso? Esos deberían estar todos en la cárcel, por cabrones”.
Apagó la televisión y nos fuimos a la habitación. Él miraba a Jim mientras me vestía. A mí me la sudaba.
Aquella noche había discutido otra vez con mi marido. Es un tío de la edad de John que solía darle mucho a la droga (pasase lo que pasase), pero no era mal estudiante. Llevo casada con él una década: la mitad de los años que nos sacamos. Digan lo que digan, tienen razón: no soy más que una borracha buscando alcobas, y ésta se me ha hecho algo más larga. Ya iba siendo hora de parar esto.
Conocí a John en un bar cerca de casa. Mi marido se había ido a otro. John era un tipo majo, bisexual, que le encantaba el sexo. A mí también me gusta.
Pero el cabrón de mi marido había vuelto pronto a casa. John recordó cuando me hacía la interesante diciendo que me encantaba tener varios tíos en una misma cama, pero no creía que fuese a ser mi marido esta vez. Al cerdo de John no se le ocurrió otra cosa que meterle mano a mi marido. Luego me llaman a mí cerda. ¡Tiene cojones!
¡Y ahora teniendo que vérmelas con este niñato borracho a las cuatro de la mañana! Ni siquiera sabe tirar una puta colilla al cenicero. Me ha dado tiempo a vestirme entera. Y con Jim en la cama todavía...
- Hablando de quemar –dijo de pronto-, ¿y si lo metemos en la basura y allí lo quemamos todo con el cadáver?
- ¡Cojonudo!
¡Qué sorpresa! Parece que este chaval al menos piensa. Quizá haya merecido la pena follármele.
- Y tira la puta colilla, que al final se va a reprender. A este paso me sirves de fogata para la basura.
- A desayunar.
- ¿Con el chándal y la gorra de yankee?
- Nunca me quito la gorra.
Finalmente el “chico guay de la gorra” salió por la puerta. Me levanté, distinta de cómo me había acostado: casi desnuda. Le seguí hasta el salón. Me senté a su lado mientras se encendía un cigarrillo.
- Jim sigue en la cama, ¿no? –dijo él mientras me miraba-.
- Obviamente.
John se quedó pensativo, mirando al televisor apagado, mientras se hacía un pitillo que aspiraba rápidamente. Veía cómo el cigarro se consumía en esa antigua y diminuta pantalla cuadrada, a la par que su aliento. Se lo quité antes de que se quedara hasta sin el filtro.
John se quedó de nuevo mirando al televisor, pero cogió el mando. Me fui a vestirme. Jim seguía ahí, sin despertarse. Cuando volví John puso la tele. Tenía fruncido el ceño y una colilla que sólo soltaba humo en la mano derecha, a punto de consumirse del todo. Le dije “¿Qué te pasa?”. Me contestó “Me está quemando ver las gilipolleces del tarot ya”. Le dije: “¿A quién no le quema eso? Esos deberían estar todos en la cárcel, por cabrones”.
Apagó la televisión y nos fuimos a la habitación. Él miraba a Jim mientras me vestía. A mí me la sudaba.
Aquella noche había discutido otra vez con mi marido. Es un tío de la edad de John que solía darle mucho a la droga (pasase lo que pasase), pero no era mal estudiante. Llevo casada con él una década: la mitad de los años que nos sacamos. Digan lo que digan, tienen razón: no soy más que una borracha buscando alcobas, y ésta se me ha hecho algo más larga. Ya iba siendo hora de parar esto.
Conocí a John en un bar cerca de casa. Mi marido se había ido a otro. John era un tipo majo, bisexual, que le encantaba el sexo. A mí también me gusta.
Pero el cabrón de mi marido había vuelto pronto a casa. John recordó cuando me hacía la interesante diciendo que me encantaba tener varios tíos en una misma cama, pero no creía que fuese a ser mi marido esta vez. Al cerdo de John no se le ocurrió otra cosa que meterle mano a mi marido. Luego me llaman a mí cerda. ¡Tiene cojones!
¡Y ahora teniendo que vérmelas con este niñato borracho a las cuatro de la mañana! Ni siquiera sabe tirar una puta colilla al cenicero. Me ha dado tiempo a vestirme entera. Y con Jim en la cama todavía...
- Hablando de quemar –dijo de pronto-, ¿y si lo metemos en la basura y allí lo quemamos todo con el cadáver?
- ¡Cojonudo!
¡Qué sorpresa! Parece que este chaval al menos piensa. Quizá haya merecido la pena follármele.
- Y tira la puta colilla, que al final se va a reprender. A este paso me sirves de fogata para la basura.
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