Había pasado todo
tipo de trampas, máquinas que me pisaban y que me llevaban de una cinta a otra,
pero eso me iba construyendo día tras día que pasaba, junto con muchos
compañeros míos.
Pasó un tiempo, y al ver que mis amigos seguían cintas
distintas a la mía, lo tuve claro; tenía un sueño: ser el mejor muñeco de trapo
del mundo. ¡Sí, ese era mi sueño! Pero de pronto, caí en una cesta llena de
muñecos como yo, e iban cayendo más sobre mí.
Estuve oculto un tiempo, hasta que unas perversas manos nos
desparramaron a todos por una mesa enorme. Y un montón de manos, también
enormes, nos cogían. Estaban tirando a mis amigos a un contenedor gigante. En
él ponía “Basura”. Imagino que será la empresa que nos distribuye. A los que
quedamos, sin embargo, nos llevaron a un sitio en el que nos encerraban en una
especie de envoltorio transparente que se ajustaba a nuestra forma. Tuve miedo…
El viaje fue aterrador, me sentí muy solo, pero al fin
llegué. Abrieron una puerta enorme, me sacaron de donde estaba y me pusieron en
lo que parecía ser una estantería gigante con un montón de juguetes como yo.
Entonces un niño me vio. Sonreía y me gustaba. Me miraba.
Luego pasó a mirar a los otros juguetes. Así niño tras niño. A muchos de mis
amigos se los llevaron; habían cumplido su sueño.
Finalmente, como era mi destino, acabé en manos de un niño,
bajito de ojos y pelo castaño con un vaquero y una chaqueta de chándal. Parecía
que tenía 8 años. Llegamos a un sitio enorme, sin metal, ni agujas, ni nada de
lo que había visto antes. Entonces me sacó de mi prisión, me cogió y empezó a
reír. Me cogía de los brazos, me hacía volar, me convertía en acróbata, hasta
el punto de que, años después, una niña muy grande le regañaba por no estar
haciendo algo a lo que llamaban “deberes”.
Tiempo después, vino alguien nuevo a aquel sitio donde
llevaba tantos años. Era algo con una especie de cuerda con pelos que se movía.
Como si tuviese vida propia. Tenía un hocico largo, y una boca enorme por la
que sacaba la lengua. Sus ojos de colores distintos miraban a mi dueño. No
sabía lo que era, pero sé que no era un niño, pues ellos no andan a cuatro
piernas, ni tienen las uñas tan puntiagudas.
Entonces el niño, que ya no parecía un niño, empezó a jugar
siempre con el cuadrúpedo. A mí me dejó de lado. Hasta que un día ese monstruo
saca-lenguas me cogió y me mordió el cuerpo entero. ¡Podría haberme devorado!
Mi dueño y el monstruo empezaron a zarandearme y a lanzarme. Ya no era nada
para aquel niño que ya no era un niño. Me desgarraron la tela.
Pasaron años, y el monstruo saca-lenguas, se quedó un día
sin moverse en el suelo. Se lo llevaron y no le volví a ver nunca más. Cuando
mi dueño y la niña grande volvieron de no sé dónde. Él no sonreía. Entonces me
cogió y me abrazó. Me empezó a caer un líquido extraño de los ojos que
oscurecía mi tela y la ablandaba. Después de haber empapado toda mi tela dijo:
“estoy atrapado”. “¡Pues anda que yo!” le contesté. Luego me di cuenta de que
no me escuchaba.
Más de tres décadas después hacía más de dos que no veía a
mi dueño, hasta ese día. La niña grande, tenía la cara arrugadísima y vino a mí
muy despacio. Me cogió y me sacó de aquel sitio, donde había estado tantos
años. No entendía ese interés.
Acabé en una habitación blanca. Entonces vi al niño que ya
no era niño, que ya era un niño grande, rodeado de una niña grande sin la cara
arrugada, y dos niños que sí eran niños. Mi dueño y la niña grande llevaban un
aro cada un dedo de una mano. Yo estaba entre los brazos de mi dueño, de nuevo.
Esta vez no hablaba. Tenía un pijama a rayas extraño, con un número de cinco
cifras en un lado. Mi dueño estaba lleno de cicatrices, como los deshilaches
que tengo yo.
De pronto, todos empezaron a dejar caer por su cara ese
líquido húmedo y extraño que me ablandaba la tela. Entonces una niña que sí era
niña me cogió y pude ver que todo el mundo miraba a una línea roja en una
pantalla. Sonó un pitido.
Deduje que ahora esa niña era mi nuevo dueño. Pasaron años
de nuevo, pero no tantos. Nunca jugamos juntos. Un día vi a la niña grande del
aro en el dedo. Me cogió, me dibujó una línea roja con un lápiz. Esta vez no
sonó ningún pitido. Luego me prendió fuego.
Dejé de estar atrapado.
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