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Oxígeno

     Una tarde de miércoles de ceniza. Estaba paseando por el bulevar de una rambla cuando vi unos soportales que daban a un parque cercado. Hace mucho tiempo que no veía a mi mujer.
     Una tarde de miércoles. Ceniza. Yo en el suelo. Me había desmayado, pero acababa de abrir los ojos. Me dolía mucho la cabeza. Traté de levantarme pero mi cuerpo no me respondía: sólo mi cabeza, que se cayó arrastrada por mi propio peso, dándome en la frente, como si todo mi cuerpo fuera un látigo y mi cabeza fuera la punta viva que golpea el suelo.
     Me costaba respirar. Intenté gritar, pero salió oxígeno. De pronto noté una vibración en el suelo con mi mejilla y vi venir corriendo unas playeras que me echaban arena en la boca. También me preguntaron si estaba bien. Entonces dijeron: “¡Ayuda!”. Me he puesto nervioso pero sólo se mueven mis ojos. “No sé qué está pasando”, pienso.
     Veo dos brazos que van a mis axilas y de repente mi cabeza se levanta del suelo.
     Sigo gritando, pero mis cuerdas vocales no vibran. Sólo sale oxígeno. Quiero moverme, pero sólo se mueven mis ojos. Cuando quiero mirar, veo un rastro bajo mis pies y sobre mi ropa: mi sangre que cae desde mi nuca hacia mi pecho.  Me dicen algo, pero desisten al no contestarles.
     Me llevan a un banco de granito y me incorporan la cabeza, poniéndome algo detrás para mantenerla erguida.

     -    No te preocupes, hemos llamado a la ambulancia. Mientras te estamos limpiando un poco la sangre –dice alguien enseñándome un pañuelo-. Creíamos que estabas muerto hasta que esta chica te visto mover los ojos.
     -    ¿Cómo que “limpiando”? Nada me está tocando el pecho.
     -    Sí, ¿no me ves? –dice una chica que me limpia el pecho-.
     -    Sólo te veo.

     Entonces vi mi mano a un lado, tendida cerca de mi cabeza. La miré un momento, como un ciego que decidiese darse con una puerta a sabiendas de estar cerrada con llave. Me tiré de aquella almohada que me mantenía erguido y la atrapé con la mandíbula. Empecé a morderme el dedo con fuerza. Entonces un chaval me intenta quitar mi brazo. Me arranco el dedo. El chico se cae al son de un crack que crea un segundo codo en el brazo. “No he sentido nada”, pienso mientras escupo mi dedo.
     Los tres que me ayudaban se quedan atónitos. Luego se callan y se oye la sirena de la ambulancia como un latido en mis oídos. Hablo y sale voz. E ignorancia. Y oxígeno.
     Reconozco el cuerpo de mi mujer. “Va a verme así. No quiero que corra hacia mí…”, pienso.

     -    ¡Cariño, Dios mío! ¿Qué te ha pasado?

     “Mierda…”

     -    Mátame –digo convencido y sin exclamar-.

     Mi mujer no me contesta. Cierra el puño, pero parece que se le va la rabia con una sonrisa y la vuelve a abrir. Me da un beso. Siento que no lo siento. Mis labios ignoran. Entonces un médico aparta a mi mujer. La dicen que vaya al hospital.
     Quien me limpiaba intenta coger mi dedo, pero éste parece darla un gancho en el estómago y se aparta. Ahí se queda, con mi oxígeno. Me cogen entre varios y me echan en una camilla. Me meten en la ambulancia. Un médico habla conmigo amablemente. Veo que me inyecta algo. Siento que lo siento. No lo siento. “Hora de dormir”, pienso. Me duermo.



     Me despierto. Con la vista algo borrosa del recién despertar. “¡Todo ha sido un sueño!”, pienso. Sonrío. Noto dolor en el dedo. “¡Siento el dedo!”, pienso. Me lo toco, pero no lo encuentro. Me duele algo que no tengo. Intento levantarme, pero doy un latigazo en la almohada. Ya veo algo mejor, y veo el hospital. Cierro los ojos. Suspiro. Ya no queda oxígeno.
 

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