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La Península del Sinaí o el Capricho de Dios

Eres mortal, marrón y amarillo.
Siluetas sobre la tierra figuras inhabitables
que parecen un capricho de Dios para su deleite.
Tus rocas y las dunas se confunden.
De noche tus grises y las estrellas y la luna
capean el paisaje con imaginario vangoghiano.
Beduinos en camello de olores dulzones
–incapaces de describirse o no como desagradables–
visten blancas túnicas épicas que no se manchan de arena.

Sobre el Sinaí, Moisés cogió las tablas
se quemó una zarza
y vio el sol elevarse como una canica roja
e iluminar cada rincón de la Tierra
con su ardor arrebolante,
con su pequeñez relativa.

Lo demás es desierto. Desierto. Y más desierto.

Y, de pronto, sin esperarlo
aparece el mar.

Pero la vida es demasiado tímida
para habitar esta pintura inhóspita de Dios,
entonces, el mar y el desierto, se saludan,
sin nada vivo de por medio;
si acaso alguna palmera valiente
o alguna hierba que, de lejos, enternece
y, sobre la piel, perfora.

Majestuoso, por peligroso
y viceversa
es este capricho de Dios
que separa Asia de África
en forma de península.
Un capricho pictórico
Y, además, inmenso.
Muerte y epicidad inmensas
a ojos humanos: infinitos
que solo sumándose en forma de generaciones

pueden abarcar.

Desierto a los lados del Canal de Suez
 de ©Shathu Entayla

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