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Un Show en Oniria

Habían pasado muchas cosas desde mi llegada a aquella casa. Era una casa enorme en una finca, con al menos siete perros, incontados gatos y otros seres que superaban en número a los seres humanos que habitaban allí.

El silencio de la soledad escarchaba mi psique encerrándolo en un antro de pensamientos juguetones, psicóticos palpando la esquizofrenia y oscuros tocando la ceguera de un mundo propio dentro de mi cabeza. Un mundo irreal y tenebroso que era como un embudo en forma de cono sin base con la punta hacia abajo: una vez dentro, si miras hacia arriba ves un simple círculo, que es luz y salida del cono, pero no te das cuenta que el trayecto hasta la punta te está comprimiendo. Menos mal que en cosas de la mente la gravedad no siempre funciona...

Mientras las figuras geométricas y metafóricas pasaban por mi mente incesante y cansada llegué, a esto de las dos de la tarde a mi habitación, donde había un teclado apagado enfrente de una ventana.

Algo me decía que tenía que tocarlo, y era algo fuera de ese cono. Creo que era yo mismo. Me senté y empecé a hacer melodías sin sentido pero cada vez más armoniosas y rítmicas.

Llegaba la noche de manera extraña. Sólo estaba en mi mente. Las teclas del piano emitían una cegadora luz blanca que tocaba con sus haces el de la luna llena iluminando mi cara. Una explosión de colores invisibles al ojo humano me desconcertaban y bailaban al son de la música que tocaba. Poco a poco, yo también iba brillando.

Llegando al culmen dramático de mi inocente e inculta pieza musical, las luces se tornaban en un, paradójicamente cálido, color violeta. Me mostraba cabizbajo, tocando con fluidez. Las luces blancas se tornaron en amarillas para contrastar con ese color frío, que ahora salía de mi cuerpo, mientras la luna se eclipsaba.

En el manto de los últimos ritmos y tonos, oí un ladrido. Volví a la realidad: era de día.

En ese momento recordé que, en el mundo real, una persona muy importante para mi se había quedado callada viéndome tocar mientras me disparaba una sonrisa a bocajarro, que me obligaba a devolvérsela con la inocencia típica de un niño; volteé la mirada.

Toqué las últimas notas que salieron de mi alma y la abracé por la cintura cerrando los ojos. Apagué el teclado y salimos de la habitación.

Hacía tiempo ya que había salido de aquel cono.

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