Me dan ganas de reírme sin motivo.
Tengo un duende en mi garganta dando
pataditas.
Bota en mis comisuras
como en tierra una canica.
Me da ganas.
Me dan ganas de besarte a ti.
Decir que te abrazaría
hasta esconderme en tu ropa.
Hacerme tan pequeño que podría
columpiarme en una fibra.
Ducharme en tu sudor de verano
agua limpia.
Y no te conozco todavía.
Pero si ves unos ojos brillantes
jugando con una gota de lluvia.
Si, quizá, ves a un niño grande
haciéndose un ovillo en una silla.
Si ves una mano agarrando un dardo
solo por el gusto de volar
a la diana.
Seré yo.
Cuanto más te hablo
más bota el duende.
Más alto.
¡Más alto!
¡Más alto!
Cuanto más alto
más temo que la sombra de su bote,
génesis de mi risa sobre mis labios,
no regrese jamás.
Cuanto más alto
más ganas me dan de mojarme,
de esconderme
de clavarme en la diana.
Si ves a un niño grande
con edad de ochenta años.
Seré yo. De nuevo.
Y en ese momento
no me pidas abrazos
ni me pidas besos
que los estaré necesitando.
Y miraré arriba
las nubes donde los duendes saltaron
a la tierra
ensombreciéndome de alegría.
Ensombreciéndome tanto
que no sabía
que era por un duende
por lo que reía.
Y no por estarte besando.
No te conozco todavía.
![]() |
Imagen de dardillita0 en Pixabay |

Comentarios
Publicar un comentario