Un bosque de sauces albinos en fila enraizados en asfalto. Lo atraviesa un sendero recto y vacío de flora, pero lleno de alquitrán. Yo estoy corriendo indefinidamente contra el viento, y el aire, y las hojas de los árboles tiran de mi cara. Son tan fuertes que tengo que ir inclinado hacia el suelo para poder avanzar. Sobretodo las hojas. La niebla es cada vez más espesa.
El viento amaina progresivamente y yo me siento más bruma y llego al final de la fila de sauces. Soy tanta niebla que mis zapatos corriendo sobre el asfalto no hacen ruido; que ya ni siquiera piso; que ya no queda ningún sauce. Hay tanta niebla que sólo hay niebla. Niebla tan densa como el asfalto que se perdió con mis pisadas.
Todo se ha vuelto niebla. Todo. Los sauces, el asfalto, yo. Todo es niebla. Y esa niebla se excreta rezumando de sí misma. Se diluye. Se disipa. Desaparece como si nunca hubiese dejado rastro. Y no hay rastro. Ni del bosque. Ni de mi. Ni de la niebla.
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