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Los vagones (que nunca contienen estaciones)

No hay nada más tiste que un vagón en silencio. Uno en el que sólo se oye la bocina que indica su partida a la siguiente estación y el eco que éste deja en el túnel cavernoso.

Hay gente mirando a todas partes, como buscando una salida. Como observando. Esperando a algo. Ese algo suele ser la estación de destino, pero en el rostro de la persona que mira están las estaciones que ha recorrido y que espera recorrer. Nunca las que no ha recorrido todavía. Ese alguien que espera algo puede bajarse, y cuando lo hace, la sensación que tenía en el vagón se traslada al pasillo; ésta, a las escaleras, luego a la calle, así hasta que esa persona llega a su verdadera estación de destino, fuera de las vías. De repente, al llegar a ese sitio, su cara cambia un instante. Quizá sonría o se ponga triste o se muestre ansiosa o aburrida o emocionada, pero ya no sólo son sus ojos los que miran, sino su rostro completo. Esta persona vive. Antes sólo se veía viviendo.

En otro lado del vagón podemos encontar –sentado o de pie– a quien mira y teclea en el móvil, o a quien escucha música en sus cascos bluetooth última generación dolby surround 5.1. Estos ya no miran a todas partes, sino a algo concreto. Miran los colores del tono y del ritmo de tal canción; miran con los dedos las pantallas táctiles que les separan del whatsapp; o miran ambas cosas de ambas formas en un videojuego recién descagado,... Todos estos voyeurs estarán entretenidos todo su viaje. En vez de verse viviendo y luego vivir –como aquel alguien que buscaba algo–, vivirán un realidad vicaria y luego "regresarán" a su vida normal.

Sin embargo, todos ellos tienen algo en común. En algún momento miran al suelo, ya sea absortos, aburridos, ansiosos o distraídos, y todos, al salir, van hacia la puerta del vagón mirándola exclusivamente uno o un par de segundos. Luego de mirarla empiezan a mirar hacia los lados, y sólo alguna mirada furtiva regresa a la puerta. Buscan algo. Algo distinto a lo que esperan encontar cuando salgan del vagón. Es raro ver a alguien observando fervientemente la puerta cuando va a bajarse. Esa gente suele salir corriendo, suele tener a alguien esperando al otro lado de la puerta o algo similar o, simplemente, es la primera vez que viajan en metro y todo les sorprende. Como a un niño. En cualquier caso, llegan a la estación, y sólo para estos últimos es importante llegar. No sólo haber llegado.

Estas personas son casi las únicas que tienen alguna posibilidad de sonreír. Junto con los niños y los grupos de personas hablando. Las demás no suelen sonreír mientras llegan. Los niños no saben, por lo general, a dónde van, por lo que cada segundo en un sitio es su estación. Cada instante es su sitio. Los grupos que hablan o algunas parejas besándose o las madres que cuidan a sus hijos en el carrito se parecen a los niños en este sentido, sólo que viven y se ven viviendo, porque tienen que estar continuamente controlando lo que hacen con su "ojo de Dios" –tan grande y certero como la propia experiencia–, sin embargo no pueden no vivir cada instante. Todo estos grupos o personas son sólo algunos de los que tienen ese "comodín de hacer algo" que les devuelve a su momento presente. Ya sea esa acción una conversación excitante, un beso o un hijo que encarna tus valores y tu ADN mezcla.

Esa conciencia de vivir el presente, como un niño, es necesaria, y la gente del vagón tiende, inconscientemente a encontrarla. ¡Ser consciente de todo todo el rato no hay quien lo aguante! –al menos no mucho tiempo. Por eso cuando dos personas se despiden en un andén o se reencuentran; cuando un cantante o músico actúa en los trozos de pasillo frente a las puertas del vagón; cuando un mendigo o miembro de alguna mafia, ruega; cuando un niño llora, o simplemente, cuando en un vagón silencioso –como éste–, en los que los metronautas están viviendo en vez de vivir; en los que ocurre algo especial (que no siempre llamativo), nuestra subjetividad se revela y dedicamos, al menos, un instante a ese algo especial. A ese de las rastas, al sudamericano que vende kleenex, a ese adolescente lleyendo a Un mundo feliz o a ese anciano con el iPhone. A todas esas personas.

Y reaccionamos. Nos enfadamos al escuchar el reggaeton que escucha ese grupo de "chonis" al entrar al tren; nos sentimos culpables, rechazamos –o ambas–, o compramos a los extranjeros que venden barritas energéticas (depende de los racistas que seamos) "una por un euro, tres por dos euros"; sonreímos cuando un grupo de músicos toca una canción que nos gusta, o un grupo étnico o floclórico toca una canción bella que no conocemos; cotilleamos atentos por un momeno, casi inconscientemente, una conversación empezada que entra en el vagón; nos enternecemos, nos asqueamos o nos excitamos (o todas a la vez) con un beso con lengua apasionado que se dan dos personas que se gustan, absolutamente libres de vergüenza.

En esos momentos el "ojo de Dios" desaparece y nuestra estación de destino desaparece. Se convierte, aunque llegar fuese lo más importante del mundo, en lo único prescindible. Aunque hubiese prisa. Un instante. El único en el que se nos olvida que estamos viviendo. En el que, realmente, vivimos. Nos damos cuenta de algo cierto, obvio y, por ello, pasado por alto: que nuestra estación de destino aún no está, pero nosotros, sí. Ya vivamos, ya estemos viviendo. Nosotros estamos. Y cuando vivimos (y no estamos viviendo), de vez en cuando, somos.

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