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Colorama

Hay muchos colores aquí. Los ríos son verdes, las montañas naranjas y el pasto azul. Una marabunta de cabras moradas viene terremoteando, con una alegría que vuelan sobre nuestros tímpanos, hacia nosotros: dos senderistas en un mundo colorido que existe inexistentemente. Existe porque en él habitamos, como un camaleón vive en su camuflaje, pero no significa que él sea del color que se pone.

Lo que pasa es que nosotros no podemos cambiar de color. De alguna forma las casas las veo negras y anaranjadas, las bodas rojas y blancas, la sinestesia es azul con motas verdes; a ti, compañera de senderos, te veo azul claro con motas blancas y verdes oscuras, y tú a mi, naranja y azul.

Y sabemos que los colores nos evocan. Si me preguntas qué tal estoy y te digo "negro transparente" o "lila oscuro" o "blanco manchado" o "verde", sabes exactamente cómo me siento. Y si me lo preguntas a mi, también. Por este mundo de colores ambos nos entendemos.

Pero es un mundo nuestro, y solemos encontrarnos solos. Acompañados con nosotros, pero algo solos, porque sabemos que, en otro mundo, al que nunca hemos sabido llegar bien, los ríos son plateados, las montañas arenosas oscuras, el pasto verde y las cabras... no sé; creo que dependen del color que vuelen.

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La bandera

Cada vez que te abrazo, muchas cosas me pasan. Siempre mis manos a tus largos bosques se lanzan y cuando te acarician se enganchan en sus ramas. Bajo esas largas ramas siempre encuentran tu espalda. Planean en los surcos de tu piel, como emplumadas como sin peso, y aterrizan en tu piel de nácar. Y pecho y pecho. Mejilla y mejilla. Juntadas, tras del aterrizaje, como visagras. Como si en pulso y rubor se juntara el alma. y que los pulsos y rubores se contagiaran. El contagio, en un desliz voluntario, atrapa de improviso los pares de labios que, aunque escapan de la atadura del pulso y rubor, no se marchan. Y en un vaivén, los labios atados, se desatan y el aire vuela, vuela y vuela entre las visagras. Pero aunque vuela, cambia y baila, luego se apaga y solamente el silencio suena, labios en calma. Y al abrir los ojos, y reenfocar la mirada veo tu cara, el rostro precioso al que besaba. Ese rostro. Un rostro que es una bandera izada sobre el mástil de un cuerpo de una belleza franca. Un

Un abrazo

Alquitranes húmedos besan mis sketchers ya pasadas dadas de sí por miles de pasos. Unos andados, otros bailados. Otros que buscan algo. A veces, en estas noches como un pecíolo de hoja que, en otoño se resquebraja en silencio mucho antes de caer, mi ánimo, también se resquebraja. De mis ojos salen lágrimas  que son de aire porque la humedad la tienen el alquitrán y mis pasos y mi sudor y mis pasos. Y por la soledad de dentro de mis ojos no sale nadie. Muchísimas noches abrazaría el aire me devolvería el abrazo más amable el más tierno, el más gentil, y el más suave Pero es que de todo eso es demasiado el aire y se desharía entre mis manos de carne. Necesito un abrazo que sea tierno y terso y firme y sinuoso. Justo como el dibujo del resquebrajo de ese pecíolo qué está en mi ánimo. Un abrazo  que dibujara el resquebrajo pero en sentido contrario: que acabara de romper o reparase esa hoja. Un abrazo. Que me impidiera llorar o precipitara el llanto. O quizá a encontrarme o romperme con ot