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Monólogo de amor con fuerza de silencio

Es como que hubiese algo que no quiero reconocer. Como que tuviese que reconocer que no te amo, o que no quiero pasar el resto de mi vida contigo y tuviera que gritarlo a los cuatro vientos en el Templo del Gato. Donde siempre nos hemos gritado lo contrario: que nos amamos.
Y lo único que me apetece gritar en ese Templo es lo que hemos gritado siempre. Y no quiero gritarlo solo. Y no quiero dejar de gritarlo nunca.
Quiero gritarlo incluso cuando mi voz no pueda. Si mi voz no puede perturbar el viento con confesiones de amor que lo hagan nuestros corazones latiendo el agua.
No quiero que te vayas nunca de mi vida. Soy un puto miedica y tengo miedo a perderte. Si veo una hoja posándose en tu cabeza, creo que podría matarte. Si veo tu espalda vuelta, aunque nunca me des la espalda, siento que podrías andar lejos de mi, sin mirar atrás, sin mirarme, nunca más, y nunca volvería a ver tu cara.
Siento que si los dos nadamos por rutas distintas nos perdamos entre las olas, aunque el día que nos enanoramos naufragásemos del mismo barco, desde la misma atalaya, al final del mismo segundo.
Siento -y esto es lo que más miedo me da- que el fuego nos queme hasta no reconocernos. Hasta que nuestro amor no pueda ser.
Siento que puedo perderte a cada instante. O peor, que puedes irte de mi cabeza porque algún día no te ame -idea que me destroza.
Siento miedo.
Siento mucho miedo.
Pero siento, y eso es la prueba irrefutable de que te amo, y este monólogo es el sello perfecto que demuestra que no quiero dejar de hacerlo.
Siento que me estoy diciendo esto a mi mismo. Y es cierto. Se lo digo a dos partes de mi estrechamente unidas: a mi y mi pensamiento enfermizo, y a ti, esa parte de mi tan sensible y que me da tanto miedo perder. Esa que, si no estuviera, mi mundo se sumiría en el caos. Esa parte que es reflejo de la otra y me sonríe desde el brillo de mis lágrimas y me dice: "No llores, somos felices juntos", y a la que siempre respondo: "Siempre".


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