Desde lo más hondo de la oscuridad veía dónde agarrarme. Era un listón de hierro, frío. Lo suficiente como para congelarme las manos si lo agarraba. O eso me habían dicho...
Daba igual. Llevaba saltando de abismo en abismo miles de metros arriba. Seguía sin ver el blanco de la luz por encima, pero sabía que estaba subiendo. Tenía ampollas en los dedos, las manos desgastadas. Tenía que dar un último salto para llegar al barrote. Era el final que esperaba.
Me decía "vamos salta". Pero no me respondía a mi mismo. "¿Por qué desconfiar de ti ahora? Sabías lo que había cuando empezaste a saltar. ¿A qué temes? ¡¿Vamos, salta?!"
Salté, pero de pronto, me di de bruces con el miedo y perdí altura. Llegué a tocar la barra que curó en mi mano parte de mis heridas, pero ahora me tocaba caer...
En aquel instante, dejé de mirar el televisor. Lo apagué y me senté en el sofá. Me quedé un rato con la mente en blanco y las emociones en negro, por la mezcla de colores que tenía en mi interior.
Cuando los pigmentos de mi alma volvieron a la normalidad, algo había nacido en mí. Algo nuevo.
Me dije a mí mismo: "¿Un barrote? ¿Un final? Llegaré a lo que quiera pero eso lo decidiré yo. Miedo, acompáñame y suéltate de la mano del pánico; nunca hicisteis buena pareja".
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