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Un rayo condenado a partir el asfalto



        Eran ya las once de la noche cuando volví a casa. Mis padres me llamaron bastante enfadados conmigo. Pero, ¿qué le iba a hacer? No podía andar bien por un golpe en el tobillo y habíamos tenido que llevar a todos a casa. Llegaba bastante tarde, pero yo no tenía la culpa. No esta vez.
              Abrí la puerta. Mi padre empezó a chillarme como si me estuviera tragando y escupiendo al mismo tiempo. Yo estaba harto de aguantar las mismas discusiones. 
               –     ¿A las nueve? Es prontísimo. 
               –     Eso por llegar tarde. 
               –     Pues vale. Acepto el castigo, pero no me parece justo. Ya os he dicho que no he tenido más remedio. 
               –     ¿No podías llamar? –irrumpió mi madre como el asistente que apoya la barrera en rugby. 
               –     Se me olvidó, os lo dije. Sabíais por dónde estaba. No sé qué queréis conseguir con el castigo. Un olvido es un olvido. 
               –     Y un castigo es un castigo. A tu habitación.
              Me fui con la intención de pegar un portazo, pero me contuve porque no quería llevarme más bronca, así que opté por deshacer la cama a puñetazos. No volví a hablar con mis padres hasta bien pasadas las doce. Mi madre estaba jugando al ordenador en su habitación, sentada como una tela raída y desparramada. Mi padre estaba en el salón viendo el fútbol, como siempre. Fui con una carta en la mano. 
               –      Mamá, tengo que hablar contigo
               –      ¿De qué? –mi madre ya se veía venir el tema. 
               –      De esto. Cuando la leas, me avisas.
               Dejé la carta en la mesa y me fui. Me arrepentía a ratos de habérsela dado, pero ya no había vuelta atrás. Todo lo que había escrito para mí era la verdad. Y la situación, una injusticia. Esperé a que leyese la carta mirando al cristal de mi ventana. Me veía reflejado en él por efecto de la noche. Cuando dejé de mirarme, volví con mi madre.
                            ¿Ya la has leído?   
         –      Sí.
                           ¿Y qué? 
                 –      ¿Qué quieres que te diga?  
                 –      Pues no sé, no es una carta para tomársela como si nada, ¿no te parece?
               Su cara se estaba poniendo roja por momentos. Notaba que la había hecho daño, pero era lo que tenía que hacer. Un calor me subía por el cuerpo como el agua que estalla de una máquina de vapor a las calderas.
                           Creo que el castigo es injusto. 
                 –      Ah, ¿sí? ¿Y qué deberíamos hacer? 
                 –     No sé, pero no veo justo que me castiguéis por algo que no he hecho adrede y con lo que no voy a aprender nada. Y tú dirás lo que quieras, pero estás obsesionada con la hora. 
                 –     ¿Y por qué no llamaste? 
                 –     Porque se me olvidó, ya os lo dije. Eso es por lo único que podéis castigarme. Cualquier castigo por eso, lo acepto, pero no acepto que me castiguéis por llegar tarde. 
                 –     Entonces, ¿qué propones? A ver. 
                 –     Ya te he dicho que no lo sé, yo no pongo los castigos. Pero me parece una exageración que me castiguéis por esto. No tenéis tolerancia alguna, ni comprendéis las situaciones –mi madre extendió la mano y señaló al salón, recordándome que había más de dos escuchando–. Me da igual, mamá. Es porque tengo dieciséis años, ¿no? ¿Pues sabes una cosa? Conozco gente que me saca diez y que son unos putos críos, así te lo digo. No me creo la persona más madura del mundo, pero vosotros me encasilláis por la edad y punto. No tenéis en cuenta cómo soy en realidad. Además, llevaba muchísimo tiempo sin llegar tarde. 
                 –     Ya, muchísimo… –mi madre miró a otro lado. 
                 –     Pues es verdad, y lo sabes perfectamente. 
                 –     ¿Y qué hago yo entonces? ¿Tú ves normal esto? ¿Por qué siempre tengo que tragarme yo los dramas de todo el mundo? –su rojez derivó en agua. 
                 –     Porque con papá no puedo hablar de esto sin que se me ponga a gritar. ¿Acaso dudas del castigo? 
                 –     Yo no cuestiono la autoridad de tu padre. 
                 –     No se trata de cuestionar. Se trata de justicia, independientemente de la autoridad, y esto es injusto. Y lo sabes. Y todo porque tengo dieciséis años… 
                 –     Pues sí. No puedo no verte como si no los tuvieras. 
                 –     No es eso –dije desviando un momento la mirada, ya harto–. No se trata de edad, sino de madurez, y eso no va con la edad específicamente. 
                 –     Entonces, ¿te quitamos el castigo, cariñito? 
                 –     No digo eso, joder. Sólo quiero un castigo justo. Que dejéis de gritar. Que confiéis en mí por una vez.
                Hubo un silencio seco. Se rompieron las miradas. Se resquebrajó el coloquio. 
                –     Lo que te he puesto en la carta –dije. 
                –     Entonces, ¿qué quieres? 
                –     Si fuese egoísta te diría que me quitaseis el castigo, pero reconozco tener culpa. Lo único que quiero es que confiéis en mí, y me veáis por como soy. Y no por mi edad ¿me entiendes? –rompí a llorar también. La presa se rompió tras tanto diluvio. 
                –     Vale…
 De nuevo el silenció secó el ambiente, pero nuestras lágrimas decidieron humedecerlo. Fui hacia mi madre. La limpié las lágrimas, la besé y la abracé. Al principio rehusó, pero un hijo y una madre, al igual que dos hermanos, no dejan de serlo cuando se pelean. No veía su cara, pero seguro que sonreía.
 Mi padre seguía en el salón, con esa mirada fija al televisor. Bueno, más que fija, clavada. Sabía que lo había escuchado todo, pero me daba igual. La verdad para mí es la verdad, aunque me considere un cobarde; nunca he sabido defenderme, ni cuando me pegaban en el colegio, ni cuando mis profesores se ponían en mi contra, ni cuando me insultaban, pero me indigna lo que me parece injusto. No digo que eso no lo fuese, pero yo me daba igual, supongo.


 Al día siguiente había quedado con más de doce personas. Mi idea era que se conocieran. Era el anfitrión de la reunión de amigos más grande que había convocado nunca. Además, había quedado con ellos hacía más de una semana.
               Sin embargo la discusión de la noche anterior estaba muy reciente y el castigo no me impedía salir. 
               –     Me voy, mamá. 
               –     Yo que tú hablaría con tu padre –averigüé de pronto sus intenciones. 
               –     ¿Para qué? No tengo que hablar con nadie. Me dijisteis que viniese más pronto, y me quedó bien clarito.
               Cogí mis cascos, mi móvil y mi bandolera y fui hacia la puerta. 
               –     ¿Adónde vas? –gritó mi padre sin mirarme. 
               –     He quedado. 
               –     No vas a ningún sitio. 
               –     ¿Perdona? Y eso, ¿por qué? 
               –     Porque lo digo yo. 
               –     Pues a mí esas razones no me valen, ya lo sabes.
              Me di la vuelta hacia la puerta haciendo ademán de salir y de pronto me encontré a mi madre en el camino; cerró la puerta como fundiéndola al quicio. La miré un segundo sin expresión alguna. Me giré de nuevo hacia mi padre y le dije: 
               –     Muy bien, ¿y esto a qué viene? Ayer ya me castigaste. 
               –     Porque lo digo yo. 
               –     Te he dicho que eso no me vale.
              Se calló y siguió mirando al frente. Clavado. 
               –     ¿Entonces qué hago con las catorce personas que tengo esperando en la calle, que no saben dónde hemos quedado y que no se conocen de nada? 
               –     Tú sabrás. 
               –     Papá –dije contrariado-, que hay una chica que vive a cien kilómetros de aquí, que no sabe dónde es. 
               –     Me da igual. 
               –     ¿Me dejas al menos, avisarles? 
               –     No. 
               –     ¿Entonces qué hago? –le dije más reciamente. 
               –     Tú sabrás.
               De pronto fue como si yo me hubiese convertido en un rayo. Un rayo que empujó a mi madre, abrió la cerradura de la puerta y cayó sobre el portal. Si yo hubiese sido en verdad un rayo, habría matado a mi madre y destrozado la casa, pero sólo fui ágil. Como un rayo que sabía que iba a hacer daño a quien le diera, pero que, cuando llegase el suelo, su conciencia desaparecería en chispas y aire caliente. 
                –     Francisco, sube aquí ahora mismo –gritó mi madre enrojecida por la ventana. El rayo la había hecho daño. 
                –     Hasta que no me deis una solución no vuelvo a casa. 
                –     Sube ahora mismo –gritó ahora mi padre desde la ventana apuntándome con el dedo. 
                –     No subo, hasta que me digáis qué hago con catorce personas que no se conocen.
 Los dos se metieron dentro de casa. No pensaba moverme de allí. Tampoco volver. Iba a quedarme allí, enfrente del portal. Donde ardían las llamas tras la tormenta. Eran una gran muralla ferviente. Un fulgor macizo que me separaban de mis padres.
               De pronto sonó mi móvil. Era mi hermana. Le conté lo que había pasado, me dijo no sé qué de que tenía que entender a mi padres, que si a veces hay que aceptar lo que te digan aunque sea injusto… 
                –     No. Eso no. No lo acepto. 
                –     Pues tendrás muchas más broncas con papá y mamá. Te digo que no te merece la pena. Y sabes que lo sé por experiencia. 
                –     Pues que haya broncas, pero si está en mi mano, no voy a dejar que me encadenen sin justificación, pase lo que pase y más si no soy yo el único perjudicado. Es que les tengo ahí, a dos calles, tía. Si fuese sólo yo todavía, pero he quedado con catorce personas. Una viene desde la otra punta de Madrid. ¿La dejo plantada después de una hora de viaje para que se vaya a su casa? Lo siento, pero no. 
                –     Tú sabrás. Yo voy a llamar a mamá, ahora te llamo.
 Colgué y esperé. Pensé casi incrédulo que de verdad me había escapado de casa. Como pataleando a mis labios, el pensamiento me hacía sonreír de orgullo. Aun así la tormenta había hecho daño, y el dolor amenazaba con llover sobre mí.  
  Me apoyé en la pared mirando al portal, impasible, en una calle solitaria desde hacía ni se sabe. Las papeleras de la calle de al lado llevaban sin tocarse horas; nadie había ido a por comida. Mis amigos estaban en algún lugar sin saber qué hacer. Y yo, mientras tanto, en una encrucijada que medía unos pocos metros cuadrados. Encerrado entre el portal y la pared. Dejando que el fuego del rayo ardiese ante mis ojos. La única porción de asfalto rota por él yacía bajos mis pies.
 Sopló el viento por una perpendicular y vi cómo una bolsa de papel se alzaba bailona de un lado a otro de la calle. Solos la bolsa y yo. Ni siquiera las bolsas querían hacerme compañía. Notaba en las mejillas los churretes secos que me habían dejado las lágrimas. Mi boca había pactado con mis lacrimales. A cambio de no llorar, perdí la capacidad de sonreír. Sentí no sentir nada. Sólo incertidumbre. Esa emoción que droga a todas las demás.
Como un cristal rompiéndose sonó el teléfono. Mi hermana. Me dijo que les había medio convencido. La dije que faltaría más.
               Poco después mi madre se asomó por la ventana. Seguía roja, pero ya no lloraba. Estuvo fría como una plancha de acero. 
                –     Tienes una hora para volver a casa. 
                –     Yo la miré como si no la mirase.
Salí corriendo a los diversos puntos de encuentro de mis amigos. Sentí que nunca había tenido un hogar. Era raro sentirse bien, culpable y enfadado, las tres cosas al mismo tiempo pero de una cosa estaba seguro: volvería a hacerlo.



              Tras reunir a todos mis amigos volví casa. En menos de media hora. Llamé al telefonillo, y dije “abre”, como siempre; como siempre me abrieron sin decir una palabra. Mi madre había llorado. Aquel frío acero ahora estaba totalmente derretido y caliente. 
                –     ¿Qué has hecho, hijo…? Te has ido de casa. 
                –     Lo que tenía que hacer, mamá. 
                –     A mí no me importa, pero ve a pedirle perdón a tu padre. 
                –     No. No lo voy a hacer, mamá.
 Entré en mi habitación. Nunca la había sentido tan desconocida. Me pareció oír suelo de asfalto se rompiéndose enfrente de mi casa. El sol entraba por la ventana pero, en lo más alto, al llegar al techo, daba sombra. Dentro de ella se estaba oscuro.
 Algo químico, supongo, se movía muy rápido en mi cuerpo, casi tanto como el rayo enfrente del portal. Cerré la puerta y me puse a llorar sin saber por qué.
 Lo que sí sabía fehacientemente  es que no había hecho nada malo. El fin sí justificaba los medios. Pero no aguantaba ver llorar a mi madre.
 No sé cuánto tiempo pasé en mi cuarto, pero abrí la puerta y fui a pedir perdón a mi padre.
 No me contestó.
 No me importaba.
 Volví a mi habitación, miré de nuevo a la ventana y sonreí. No me hacía falta el sol para que la luz llegase a mi habitación. Me bastaba con cerrar los ojos.


               Dos días después le pregunté a mi madre si podía salir. No perdía nada por probar, pero no tenía muchas esperanzas. 
                –     Pregúntale a tu padre –contestó mi madre. 
                –     Papá, ¿puedo salir? –dije algo medroso. 
                –     Sí.
               Dijo mirando al televisor, como solía hacer. 
                –     ¿En serio? ¿A las nueve no? 
                –     Puedes venir a las nueve y media. 
                –     ¿Entonces ya no estoy castigado?
No contestó, pero yo sabía la respuesta. Me coloqué entre la tele y él. Le abracé. Él cerró los ojos. Por primera vez me miraba. Volví a la puerta y la abrí. Le di las gracias.
Entonces un rayo salió y cayó sobre el portal dejando una estela de chispas y aire caliente. Aire caliente que se elevó hasta los cirros. Chispas blancas que dejaron mis huellas sobre el suelo, mientras me fui corriendo sobre el nuevo asfalto.
 
 

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