Se llamaba Elena.
La primera vez
que hablamos, nos tumbamos cada uno en su cama a dos mil kilómetros de distancia.
De Tenerife a Madrid.
Internet es maravilloso.
Nos convertimos
en niños inocentes dejándose llevar. Parecía que los mensajes también pudiesen
enviar abrazos y miradas. La conversación se tornó tan emocionante, que terremoteábamos
sobre nuestras camas. Una sonrisa allanaba mis labios y mi estómago fulguraba.
Suspiraba. Así comenzó nuestra amistad.
Durante los
meses siguientes estuvimos viéndonos por web cam. Nos empezamos a conocer bien.
Pronto nos convertimos en muy buenos amigos.
Seis meses
después llegó una oportunidad de vernos en persona.
Ella se iba de
crucero como viaje de fin de curso y tenía que hacer escala en Madrid.
Decidí ir a
verla.
La quería mucho.
De nuevo mi estómago fulguraba. Llegué al aeropuerto como otro avión más. Más
que andando, planeando. Los nervios no me querían dejar en tierra.
Los dos
teníamos miedo de vernos. Cuando dos personas se conocen a distancia, existe
una especie de Juez que decide cómo va a ser la relación de las personas una
vez que se ven; si se van a querer, si no, se van a gustar, se van a
despreciar,… Y a la vez, aniquila la relación que hubo antes entre ellas, fuese
la que hubiese sido.
Este era
nuestro juicio de fuego. Ambos los sabíamos.
Llegué
al aparcamiento del aeropuerto con mi padre sin tener ni idea de dónde estaban
las zonas de facturación.
Subimos
por el ascensor. Seguí planeando sobre el suelo, pero decidí alzar el vuelo.
Miré al techo del ascensor como empujándolo hacia arriba. Llegamos a la planta
alta. Abrí los ojos como un niño lo hace por primera vez. Aquello era un
desierto monótono de escaleras y cintas mecánicas. Laberínticas. Brumosas.
Infinitas.
Salí
como un experimentado corredor de maratón con playeras de plomo. Un plomo al
que yo llamaba “papá”. El avión salía en menos de una hora.
Llegué al
mostrador de facturación.
De
pronto, aquel lugar se convirtió en un espejismo invisible. Estaba todo
abarrotado de gente. Como montañas de arena tapando un oasis.
Pero había
oasis.
Entre esa gente
estaba Elena.
Me escabullí como
un escorpión en una duna. La arena eran personas para mí sin rostro. La vi. Y
detrás al Juez. Pero la vi a ella.
Por primera vez
en mi vida, no la veía pixelada.
Corrí
quitándome las playeras de plomo y la abracé. Sentí abrazar algo que no
existía. Que de verdad no era real. Me aparté un instante para verla antes de
volver a abrazarla, pues quizá en alguno de esos abrazos no abrazase nada. A
cada abrazo cobraba existencia. Mi cerebro no asociaba que la ficción pudiera
existir.
Me cogió
fuertemente, terremoteando. Sin dejar que su emoción la hiciera llorar. Sin
dejar que las lágrimas la privasen un segundo de sonreír.
Nos sentamos.
Ella me besó en la nariz. Nadie antes lo había hecho. Me habían besado en los
labios, en los ojos, en la mejilla, pero nunca en la nariz. Entonces se lo
devolví. Luego en los labios. Ella no se sorprendió. Yo tampoco de que no lo
hiciese.
No sé por qué
lo hice. No quería nada con ella.
Nos
quitamos las chaquetas. Hacía calor.
De
pronto sus profesores la avisaron de que tenían que ir yendo a la terminal. Nos
miramos como un niño que, tras ver por primera vez, se queda ciego.
A
pesar de que ella era más pequeña que yo en tamaño, nos equivocamos al darnos
las chaquetas, ambas vaqueras. Nos quedamos cada uno con la del otro.
No quisimos
devolvérnoslas.
Íbamos cogidos
de la mano. Mirándonos. Sonriendo. Como dos grandes amigos.
Volví a
besarla.
Fuimos hacia la
terminal. Dos profesores hacían de puerta e iban contando a los alumnos que
hacían pasar por ella. Elena quedó la última conmigo. Yo no quise meterme en
aquella puerta. Me sentía impertinente. Pero ella no me soltó. Rompimos la
puerta que nos separaba.
-
Siempre rompiendo barreras, ¿eh? –le dije.
-
Siempre.
Entonces
llegamos a la puerta de la terminal, tras unas escaleras mecánicas que descendían.
Elena empezó a sollozar conmigo. No queríamos separarnos, pero teníamos que
hacerlo. La besé.
Otra vez.
Teníamos que
separarnos. Pero no queríamos. Nos alejamos apartando los brazos, hasta al
final las manos. Sabiendo que el momento exacto en que las yemas de nuestro
dedo más largo se separasen, no volveríamos a tocarnos.
Se separaron.
Ella se fue por
el pasillo y la perdí de vista por una pared, pero aun así, la seguía. Sabía
que estaba allí, a unos pasos. Que podía correr aún hacia a ella.
Pero no lo
haría.
Me di la
vuelta, y la perdí de vista de verdad. Subí con mi padre las escaleras
mecánicas. Me había seguido hasta allí todo el camino. Llegamos de nuevo a
aquel desierto de cintas interminable.
De pronto me
sentí lleno. Sentí que podría haberme muerto en ese momento y no hubiera pasado
absolutamente nada. Que yo no era nada. Que era mundo.
Entonces miré
por una de las lunas del aeropuerto. Vi un avión despegar, y parecía que me
miraba. Le tiré un beso y sonreí. Sabía que en ese avión no estaba Elena.
Pero lo estaba.
Entonces miré
su chaqueta que la tenía atada a mi cintura. La abracé. Olía a ella. La besé
otra vez.
Sabiendo que
existía de verdad.
Llegué al coche
con mi padre y estuvimos hablando de Elena. Me dijo que tuviese cuidado porque
las canarias eran muy cariñosas. Yo le dije que no había nada entre ella y yo,
que no tenía nada que temer. Sólo éramos amigos.
Sonreí.
(Remake de "Destino de Vuelo: Tú")
Durante un largo año para ambos Elena se enamoró del joven artista, al igual que él de ella, y se vieron, se besaron, se abrazaron, se amaron y se unieron de una y mil formas y lo mejor era que les quedaba un futuro lleno de aventuras por vivir los amantes hermanos, siempre con una sonrisa, entrelazando sus manos y siendo felices juntos por siempre. Montan en sus dragones los mejores amigos enamorados sobrevolándolo todo juntos, incluso la muerte. "The greatest thing you'll ever learn is just to love and be loved in return" Moulin Rouge.
ResponderEliminar