Había una vez un viajero que siempre iba en un barco velero al mar. Todas
las noches pasaba una estrella. El viajero miraba al cielo para ver si la
encontraba. La estrella sonreía lanzando al cielo un pequeño cometa que se
deshacía y el Velero miraba atónito la Vía Láctea derramarse en sus pupilas.
Así es como la estrella le hablaba al viajero.
Por la mañana el Velero pescaba bonitos y marisco para venderlo en los
bares y mesones de la aldea en la que vivía. Él no echaba de menos a la estrella
con vehemencia, pero su brillor siempre se veía en el fondo de sus ojos.
Sin embargo, un día, de repente, la estrella dejó de aparecer en el
cielo, y el viajero dejó de verla todas las noches. Ni si quiera volvieron a
caer cometas.
Desde entonces los días se hicieron largos.
Y las noches eternas.
Entonces una noche sin estrellas la luna se asomó por un claro en las
nubes.
-
¡Qué bonita! Brilla como una estrella –dijo él.
Cerca de la luna cayó un cometa.
-
No soy más que un lunático mirando una estrella
–dijo mientras sonreía.
De los ojos de la luna cayó una lágrima en los del viajero. La gota
acabó en el mar, perdiéndose en el reflejo que, como un cuadro, tenía pintados
los dos astros más brillantes del mundo: la luna llena y unos ojos que la
abrazaban.
Por la mañana, el Velero se levantó mirando al cielo despejado, como
pidiéndole al sol que se hiciera de noche pero sin prisa. De pronto, apareció
la luna borrosamente en el albor del cielo. Un pescador preguntó al Velero:
-
¿Cómo es posible que la luna brille de día?
Y el Velero, mientras veía cómo la
luna le guiñaba una nube, le contestó:
-
Porque lo único que necesita para brillar, es
querer brillar. Los cuerpos celestes siempre están ahí, aunque no los veamos. Y
cuando un astro quiere aparecer, puede brillar tanto en la luz como en la
oscuridad.
A partir de ese día, la luna y el viajero se dieron
cuenta de que no hacía falta que se vieran todas las noches. A veces la luna
era creciente o menguante. A veces se veían de día. Otras veces por la tarde.
O, simplemente, no se veían. Pero sabían que siempre podían contar el uno con
el otro. Que siempre podían brillarse. La luna a él con su cuerpo celeste y él
a ella con el brillor del fondo de sus ojos.
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