Vi a un mendigo de piel negra, con voluminosos labios desgastados que vestía una chaqueta de cuero raída y desgastada. Su cuello vestía una cadena de plata con la cruz de Jesús. Tenía el pelo rizado, casi en rastas. Le faltaban dientes. Muchos. Tenía un ojo azul blanquecino, cuyo tono claro le cubría la pupila. Supuse que era tuerto. Tenía unas botas amarillas mostaza llenas de roña. Una de las botas la llevaba entre las piernas, que se encontraban colgando de la silla de ruedas en la que estaba sentado.
Me costaba entenderle, pues no hablaba bien español. Me dijo
que necesitaba setenta céntimos para ir a El Retiro. El billete valía euro y medio,
pero el mendigo sólo llevaba ochenta céntimos. Le saqué una moneda de dos
euros que llevaba en la cartera y le di el cambio.
Me decidí a acompañarle. Le monté de espaldas dentro del
tren, y cogimos el Ramal de Príncipe Pío-Ópera, para en Ópera coger la línea
dos hasta El Retiro.
Por el camino me contó que había tenido un accidente: Una
noche tropezó al meter la pierna en una alcantarilla y se la había destrozado.
Los médicos le dijeron que no era grave. Su situación no decía lo mismo. Iba a
una Iglesia para que le diesen ayuda.
Cuando llegamos a Ópera fuimos al pasillo para hacer el transbordo.
Me dijo que le llevara por un pasillo por el que no había nadie: necesitaba
orinar. No dudó en hacerlo en aquel pasillo del metro. No me espanté, pero si
me sorprendí bastante.
Llegamos a El Retiro. Aquí había un problema: no había
ascensor. No había más remedio que ir cojeando subiendo escaleras. Cogí al
hombre del hombro y le ayudé a subir los tres tramos de escaleras que había
hasta la salida final, sin importarme que me estuviera manchando las manos de
orina.
Encontramos un mechero en el suelo, inexplicablemente, y el
aprovechó para fumarse el poco más de un cuarto de cigarro que tenía. Le llevé
hasta la Iglesia. Me señaló un timbre para que lo tocara. Tras aquello me dijo que
no hacía falta que le esperase, que podía irme. Le pregunté que si estaba
seguro y me dijo que sí, que la parte complicada era la ida, no la vuelta. Le
dije que me iba.
Le sonreí, le di un agrazo -que me devolvió con ímpetu- y le deseé suerte. Él compartió
ese deseo conmigo. No volví a verle.
Luego a la vuelta hacia mi casa, pensando en todo lo me
había pasado me sentí bien. No pensé en siquiera el día que había tenido. Hasta
conseguí ayudar a una persona bloqueando las puertas del metro, al final.
Cuando llegué a casa me lavé las manos de la orina y me di
una merecida ducha. No me daba asco en absoluto pues, yo me podía lavar las
manos, pero él no podrá lavarse la vida.
FIN
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