Me dirigía de camino a mi casa, un día cualquiera de verano, y me percaté de que llevaba unos días gastando más dinero de lo normal. Teniendo en cuenta lo que me preocupaba la crisis económica y cómo afectaba eso a mi familia, a pesar de que no era yo quien pagaba las facturas, me sentía culpable. Culpable por haber gastado en dos semanas unos seis o siete euros.
A mitad de camino encontré, literalmente, motivos para sentirme aún más culpable: tnía enfrente de mi una melonería en un descampado diminuto que se encontraba pegado a las baldosas de la acera. En una de las esquinas metidas haica el descampado, había un mendigo. Era un hombre con apenas prendas, escuálido y pálido, cuyo aspecto enfermizao se veía adornado por una camiseta y un pantalón de colores neutros -más bien deteriorados- que levaba puestos.
Esto me sumió en una paradoja culpabilizadora. Por un lado me sentía mal al comparar mi situación con la que de ese mendigo, que seguro que era peor que la mía. Por otro, quería ayudarle, pero yo no estaba tampoco en muy buena situación económica: no tenía un céntimo. No tuve más remedio que volver a casa y tragarme mi absurdo dilema.
Unos días después volví a pasar por aquel sitio. Llevaba tres euros en el monedero. Aquella vez había una manta echada en el suelo y una litrona, donde hacía un tiempo había un mendigo: sabía que volvería. Me quedé un rato mirando sigilosa pero atentamente, mientras pensaba en qué hacer.
¿Hacer? "¿Tengo que hacer algo?", me preguntaba a mi mismo. En realidad no, pero algo dentro de mi me impulsaba. Mi culpabilidad se había esfumado por absurda, pero mi deuda con aquel mendigo debía ser saldada. Decidí, pues saldarla, de la forma más útil de todas. Tan útil que cuando algo es útil, se hace sutil, y por sutil, parace inútil. ¿Cómo algo podía ser útil e inútil a la vez?
Decidido, crucé la acera, llegué a un bazar chino. Compré una pizza pequeña, parecida a un panini, que se puede comer sin calentar. Me costó la mitad del dinero que llevaba encima. Volví allí pizza en mano. El mendigo no estaba. Me volví a quedar mirando. Me pregunté "¿Ahora qué?". Luego pensé que, viendo la litrona, podría ser alcohólico, y quizá una pizza no le ayudase mucho, aunque menos era nada, que era lo que el tenía. Es una pena que la nada, la misera, exista para ciertas personas que no pueden tener otra cosa. Otra cosa aparte de nada.
No iba a adentrarme en la zona en la que todo el mundo sabía que se alojaban mendigos. Aquella esquina oculta era uno de esos sitios que todo el mundo sabe que existen pero que nadie conoce, donde se alojan los que son desconocidos y a quien la gente les trata como si no existieran.
Sin embargo, no me adentré. Sólo por pura vergüenza. Pero ella no impediría saldar mi deuda. Armé le brazo, apunté, y haciendo rodar y volar la pizza envasada como si de un frisbee se tratara, la deposité de forma perfecta encima de la manta donde intuía que volvería un mendigo. Instantáneamente me entró un temor irracional y salí corriendo.
Cuando llegué a mi casa sonreí orgulloso. Orgulloso de haber ayudado a alguien. No sé si se comería la pizza, pues nunca volví a ver a ese mendigo.
21º Tributo... A la pobreza
A mitad de camino encontré, literalmente, motivos para sentirme aún más culpable: tnía enfrente de mi una melonería en un descampado diminuto que se encontraba pegado a las baldosas de la acera. En una de las esquinas metidas haica el descampado, había un mendigo. Era un hombre con apenas prendas, escuálido y pálido, cuyo aspecto enfermizao se veía adornado por una camiseta y un pantalón de colores neutros -más bien deteriorados- que levaba puestos.
Esto me sumió en una paradoja culpabilizadora. Por un lado me sentía mal al comparar mi situación con la que de ese mendigo, que seguro que era peor que la mía. Por otro, quería ayudarle, pero yo no estaba tampoco en muy buena situación económica: no tenía un céntimo. No tuve más remedio que volver a casa y tragarme mi absurdo dilema.
Unos días después volví a pasar por aquel sitio. Llevaba tres euros en el monedero. Aquella vez había una manta echada en el suelo y una litrona, donde hacía un tiempo había un mendigo: sabía que volvería. Me quedé un rato mirando sigilosa pero atentamente, mientras pensaba en qué hacer.
¿Hacer? "¿Tengo que hacer algo?", me preguntaba a mi mismo. En realidad no, pero algo dentro de mi me impulsaba. Mi culpabilidad se había esfumado por absurda, pero mi deuda con aquel mendigo debía ser saldada. Decidí, pues saldarla, de la forma más útil de todas. Tan útil que cuando algo es útil, se hace sutil, y por sutil, parace inútil. ¿Cómo algo podía ser útil e inútil a la vez?
Decidido, crucé la acera, llegué a un bazar chino. Compré una pizza pequeña, parecida a un panini, que se puede comer sin calentar. Me costó la mitad del dinero que llevaba encima. Volví allí pizza en mano. El mendigo no estaba. Me volví a quedar mirando. Me pregunté "¿Ahora qué?". Luego pensé que, viendo la litrona, podría ser alcohólico, y quizá una pizza no le ayudase mucho, aunque menos era nada, que era lo que el tenía. Es una pena que la nada, la misera, exista para ciertas personas que no pueden tener otra cosa. Otra cosa aparte de nada.
No iba a adentrarme en la zona en la que todo el mundo sabía que se alojaban mendigos. Aquella esquina oculta era uno de esos sitios que todo el mundo sabe que existen pero que nadie conoce, donde se alojan los que son desconocidos y a quien la gente les trata como si no existieran.
Sin embargo, no me adentré. Sólo por pura vergüenza. Pero ella no impediría saldar mi deuda. Armé le brazo, apunté, y haciendo rodar y volar la pizza envasada como si de un frisbee se tratara, la deposité de forma perfecta encima de la manta donde intuía que volvería un mendigo. Instantáneamente me entró un temor irracional y salí corriendo.
Cuando llegué a mi casa sonreí orgulloso. Orgulloso de haber ayudado a alguien. No sé si se comería la pizza, pues nunca volví a ver a ese mendigo.
21º Tributo... A la pobreza
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