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Ha llovido

Ha llovido. Y aún gotean los alféizares de las ventanas. Y siguiendo las gotas acabas mirando al suelo mojado. A veces dan pena las hojas de otoño bajo la lluvia, con las puntas de sus hojas caídas. Nunca están caídas las puntas de las hojas de otoño, pero el agua es capaz de hacerlas pesar tanto que no puedan levantarse. De hecho, si estuviesen secas, se levantarían. Casi parece que estas hojas marrones viviesen secretamente. Como pequeños contenedores de vida robada del árbol al que pertenecen cuya energía, aun extinguible con vanas gotas de agua, no desapareció. Parecen abejas en una piscina; aparentemente muertas sobre el agua, pero vivas cuando el agua se evapora. Preparadas para echar a volar de nuevo si eso ocurriese. Como cuando el tiempo seca el suelo de asfalto, y las puntas vuelven a levantarse, aprovechando el impulso para agarrarse a una furtiva y huidiza ráfaga de viento, que las lleva hacia el cielo, poblándose este, de pronto, de un sinuoso marrón y amarillo. Con ese zumbido característico del viento que hace un eco suave. Arropando la frialdad del otoño mojado.
Las hojas de otoño se dispersan y año tras año las vemos volar y reposar por todas partes, hasta que un día, sin darnos cuenta, han desaparecido. Hasta el siguiente otoño. Cuando las hojas que no dejaron de volar en el anterior otoño regresan. Cuando vuelva a haber humedad en el aire, lloverá. Y gotearán de nuevo los alféizares de las ventanas.
 

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