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Soliloquio

"Sufriendo mi soliloquio mi vida se pierde en un mar de dudas. Sé que he cometido acciones en mi vida guiadas por mi corazón, pero todas han fracasado. 
Mi lucha constante conmigo mismo es una espora ácida que infecta y deja sin movimiento todo lo que me rodea. Muchas sensaciones agridulces de dolor inmenso y felicidad parcial se ocultan tras una sonrisa falsa, una actitud hipócrita. 
Sin embargo, me doy cuenta de que realmente no valgo para tanto. Hay mucha gente mucho mejor que yo, y yo no encajo en nadie. Lo que me da rabia es haberme topado con gente mejor que yo en todas las situaciones de mi vida, es un calvario. Sé que no soy perfecto, ni si quiera bueno, pero quizá incluso yo merezco una oportunidad."

Empecé a pensar esto cuando salí de mi casa, solo y desamparado, buscando un lugar imaginario en el que guarecerme. Digo imaginario porque no puedes guarecerte en una persona. Salí con la esperanza de verla de lejos, o de saludarla con indiferencia aunque en el fondo sabía que no la encontraría, y no me equivocaba.
Anduve, pasé por su casa vergonzoso para no reconoceré a mí mismo que quería cruzar su portal, al que ni siquiera me atrevía a acercarme.

Llegué a una plaza con bancos de granito y me senté en uno de ellos. Espantado por el brillo del sol del mediodía y el miedo a ver a esa persona, me fui. Salí corriendo. Volví a pasar por su casa sin parar. Corrí, corrí desesperadamente hasta mi hogar, donde solo me esperaban el papel y el bolígrafo que harían este relato, este calvario, este soliloquio...


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Cada vez que te abrazo, muchas cosas me pasan. Siempre mis manos a tus largos bosques se lanzan y cuando te acarician se enganchan en sus ramas. Bajo esas largas ramas siempre encuentran tu espalda. Planean en los surcos de tu piel, como emplumadas como sin peso, y aterrizan en tu piel de nácar. Y pecho y pecho. Mejilla y mejilla. Juntadas, tras del aterrizaje, como visagras. Como si en pulso y rubor se juntara el alma. y que los pulsos y rubores se contagiaran. El contagio, en un desliz voluntario, atrapa de improviso los pares de labios que, aunque escapan de la atadura del pulso y rubor, no se marchan. Y en un vaivén, los labios atados, se desatan y el aire vuela, vuela y vuela entre las visagras. Pero aunque vuela, cambia y baila, luego se apaga y solamente el silencio suena, labios en calma. Y al abrir los ojos, y reenfocar la mirada veo tu cara, el rostro precioso al que besaba. Ese rostro. Un rostro que es una bandera izada sobre el mástil de un cuerpo de una belleza franca. Un

Un abrazo

Alquitranes húmedos besan mis sketchers ya pasadas dadas de sí por miles de pasos. Unos andados, otros bailados. Otros que buscan algo. A veces, en estas noches como un pecíolo de hoja que, en otoño se resquebraja en silencio mucho antes de caer, mi ánimo, también se resquebraja. De mis ojos salen lágrimas  que son de aire porque la humedad la tienen el alquitrán y mis pasos y mi sudor y mis pasos. Y por la soledad de dentro de mis ojos no sale nadie. Muchísimas noches abrazaría el aire me devolvería el abrazo más amable el más tierno, el más gentil, y el más suave Pero es que de todo eso es demasiado el aire y se desharía entre mis manos de carne. Necesito un abrazo que sea tierno y terso y firme y sinuoso. Justo como el dibujo del resquebrajo de ese pecíolo qué está en mi ánimo. Un abrazo  que dibujara el resquebrajo pero en sentido contrario: que acabara de romper o reparase esa hoja. Un abrazo. Que me impidiera llorar o precipitara el llanto. O quizá a encontrarme o romperme con ot