Me encontré con un anciano de piel seca y raída por el tiempo. De manos temblorosas de nervios. De ojos vidriosos de sed. Déjame que me detenga un momento en esta sed, porque era incomprensible. Le llevaba agua y la escupía, o la tragaba sin saciarle. La sed de ese anciano era de otra naturaleza.
«No es a mí a quien deberías de cuidar» —me decía.
Pero yo no le escuchaba porque el tiempo se acababa. Y no engordaba. Y tocar su piel empezaba a parecerse a tocar una espiga de trigo. Entonces pasó algo que no podía verme venir.
De pronto le vi sonriendo como alumbran mil soles. Lloraba de alegría y miraba al suelo. Sobre su mano tenía una pluma verde, preciosa. Ese día dijo: «Ya no tengo sed». Nunca había dormido tan bien desde que le conocí. Sentí una envidia inenarrable, pero no sabía bien a qué.
Pero los días pasaban, y esa alegría era fútil como el silbar del viento cuando no hay brisa; que parece un milagro. Y el silbido paró. Y, de pronto, se moría de sed y su piel era, de nuevo, de trigo. Y yo ya no sabía qué hacer.
Quizá lo adivinas, ¿no? Me lo encontré mirando una pluma sobre el suelo. Yo no entendía nada. Pero seguía dándome envidia Y otra vez sonreía como mil soles.
«No es a mí a quien deberías de envidiar» —me decía.
Pero yo no le escuchaba, porque este ciclo de enfermedad y euforia se repetía constantemente. De manera inesperada, y siempre había una pluma verde sobre su mano mientras lloraba y decía «ya no tengo sed». Y me pudo la envidia, y la curiosidad, y la preocupación, y un día decidí comprobar por qué.
Resulta que había un patrón: esa sonrisa ocurría siempre por la mañana. Cuando aún él no ha empezado sus quehaceres, ni el sol ha terminado de bostezar sobre la aurora. Entonces lo vi, dormido como un niño. Relajado. Se movía tanto como una montaña, como un arrecife y como un fósil. Nunca había visto a ser vivo que, sin parecer muerto, se moviera tan poco.
Y, de pronto, un pájaro precioso entró volando con sigilo, como acariciando a la brisa. Era verde, un verde brillante como la galena al final de sus plumas. Majestuoso como un quetzal, pero pequeño como una urraca. Desprendía una magia parecida a las hadas. Lo veías y parecía que podría volar sin agitar las alas.
Pero el anciano no se despertó. El pájaro se quedó andando con sus patas sobre el vientre de aquel hombre, como un zapatero sobre el agua. Y entonces abrió una de sus alas, cuyo interior tenía ese grisáceo precioso del envés de las hojas, y recorrió la mano del hombre como quien pone una manta a un hijo. Hizo eso muy lentamente. Era claramente una caricia.
Y el hombre se despertó.
Miró al pájaro. Sonrió como le había visto ya alguna vez. Le dijo al pájaro «Gracias por cuidarme tanto». El pájaro silbó como un arpa, se hizo un ovillo y se posó sobre la mano del hombre como diciendo «tenme en tus manitas», y el hombre lo supo y cogió al pájaro tan delicadamente como él había venido volando y se lo posó sobre el hombro. El pájaro abrió las alas y lo abrazó. Empezó a llorar como ya le había visto alguna vez, y le dijo: «Ya no tengo sed». Entonces el pájaro aleteó, le miró a los ojos y le dio un picotazo suave en los labios. Luego, se fue volando, dejando caer sobre su mano una pluma como las que ya había visto.
Entonces lo comprendí todo. Y, mientras comprendía, el hombre me pilló.
«Ya lo has visto. Y deberías de hacer lo mismo».
Agaché la cabeza y me fui al espejo. Miré mis alas. Tenía envidia y estaba cansado de tanto volar. Me despojé de mi traje de ave mágica y me miré de nuevo al espejo. Claramente, tenía sed. Normalmente, cuando tengo sed, me pongo mi traje de ave mágica para volar sobre otros, pero esta vez decidí que no. Esta vez me miré, observé mi piel áspera como el trigo y mi vejez repentina y fui a dar un paseo.
No duré mucho. Pronto me fui a dormir.
Estuve tentado, de nuevo, con coger mi traje de ave mágica. Pero decidí no hacerlo. Necesitaba saber lo que era sentir la sed.
Unas cuantas horas después, me desperté, y un pájaro naranja estaba acariciándome la mano. Entonces miré al pájaro. Sonreí como mil soles. Le dije al pájaro «Gracias por cuidarme tanto». El pájaro silbó como un arpa, se hizo un ovillo y se posó sobre mi mano para que le cogiera, y lo hice tan delicadamente como pude. El pájaro abrió las alas y me abrazó. Empecé a llorar. Le dije al pájaro «Ya no tengo sed». Entonces el pájaro aleteó, me miró a los ojos y me dio un picotazo suave en los labios. Luego, se fue volando, dejando caer sobre mi mano una de sus plumas. Vi a lo lejos cómo se quitaba su traje de ave mágica y se iba a dormir. Pero él no tenía sed, ni se le vía cansado antes de hacerlo. Yo, gracias a él, estaba menos delgado.
Me levanté y vi a otro pájaro precioso, de color azabache, agazapado con cara de incomprensión ante lo que acababa de suceder. Lo había visto todo. Se le notaba cansado, como que no hubiera dormido en días, ni que se le hubiera posado en la mano ninguna pluma. Se había olvidado de su propia sed. Se había olvidado de que realmente la sed existe, y seguro que por eso debía de pensar que mi sed era incomprensible.
Entonces, me acerqué a él y le dije: «No es a mí a quien deberías de cuidar».
Creo que luego se fue al espejo.
![]() |
Imagen creada con Leonardo AI |
de ©Shathu Entayla
Comentarios
Publicar un comentario