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La paloma

Hoy voy a ser sincero... Ayer vi a una paloma. Movía su pico a tempo de claqué y miraba especialmente hacia el cielo. Era una paloma blanca de cuello azul celeste y patas doradas. Como el filo de sus alas.

De pronto echó a volar. Como una luciérnaga, como un espejismo, como una ola antes de romper en la orilla, como nubes de tormenta, como humo de tabaco. Como el momento en que olvidamos sin darnos cuenta. Como tierra rica. Como aquella vez que. Como una mariposa a punto de aterrizar en una corola. Como una rosa sacando sus primeros pétalos inmaduros y sus espinas. Como un petardo al final de la mecha. Como la últimas celda de un panal de abejas. Como la primera gota de lluvia sobre un hombro. Como el murmuro de las hojas de otoño. Como una bengala de socorro. Como el puñetazo que lleva al siguiente. Como la fluctuación de las isóbaras. Como el viento. Como coger la lija para afilar. Como soplar vidrio. Como lava densa y tranquila. Como la mitad despistada y arrepentida de una lengua bífida. Como el último mueble de la mudanza. Como la tristeza, la alegría y la suerte.

Así vi volar a la paloma: sin verla en absoluto. Vi todo lo que podía ser. Todas y cada una de las rutas que podría haber volado. Todos los vencejos incontables que vio desde su nido sin darse cuenta de la infinitud del proyecto de sus alas, ni de que aquel sería quizá su segundo y último vuelo. Así la vi. Traviesamente. Volando hacia delante. Hacia y hasta el final. Así la vi sin verla, justo antes de echar a volar. Así la he visto siempre. Siempre que soy capaz de ver. Siempre que vuelve sobre un tejado y pía sobre el cristal desde una teja. Siempre. Siempre que abro la ventana para verla.


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La bandera

Cada vez que te abrazo, muchas cosas me pasan. Siempre mis manos a tus largos bosques se lanzan y cuando te acarician se enganchan en sus ramas. Bajo esas largas ramas siempre encuentran tu espalda. Planean en los surcos de tu piel, como emplumadas como sin peso, y aterrizan en tu piel de nácar. Y pecho y pecho. Mejilla y mejilla. Juntadas, tras del aterrizaje, como visagras. Como si en pulso y rubor se juntara el alma. y que los pulsos y rubores se contagiaran. El contagio, en un desliz voluntario, atrapa de improviso los pares de labios que, aunque escapan de la atadura del pulso y rubor, no se marchan. Y en un vaivén, los labios atados, se desatan y el aire vuela, vuela y vuela entre las visagras. Pero aunque vuela, cambia y baila, luego se apaga y solamente el silencio suena, labios en calma. Y al abrir los ojos, y reenfocar la mirada veo tu cara, el rostro precioso al que besaba. Ese rostro. Un rostro que es una bandera izada sobre el mástil de un cuerpo de una belleza franca. Un

Un abrazo

Alquitranes húmedos besan mis sketchers ya pasadas dadas de sí por miles de pasos. Unos andados, otros bailados. Otros que buscan algo. A veces, en estas noches como un pecíolo de hoja que, en otoño se resquebraja en silencio mucho antes de caer, mi ánimo, también se resquebraja. De mis ojos salen lágrimas  que son de aire porque la humedad la tienen el alquitrán y mis pasos y mi sudor y mis pasos. Y por la soledad de dentro de mis ojos no sale nadie. Muchísimas noches abrazaría el aire me devolvería el abrazo más amable el más tierno, el más gentil, y el más suave Pero es que de todo eso es demasiado el aire y se desharía entre mis manos de carne. Necesito un abrazo que sea tierno y terso y firme y sinuoso. Justo como el dibujo del resquebrajo de ese pecíolo qué está en mi ánimo. Un abrazo  que dibujara el resquebrajo pero en sentido contrario: que acabara de romper o reparase esa hoja. Un abrazo. Que me impidiera llorar o precipitara el llanto. O quizá a encontrarme o romperme con ot