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La paloma

Hoy voy a ser sincero... Ayer vi a una paloma. Movía su pico a tempo de claqué y miraba especialmente hacia el cielo. Era una paloma blanca de cuello azul celeste y patas doradas. Como el filo de sus alas.

De pronto echó a volar. Como una luciérnaga, como un espejismo, como una ola antes de romper en la orilla, como nubes de tormenta, como humo de tabaco. Como el momento en que olvidamos sin darnos cuenta. Como tierra rica. Como aquella vez que. Como una mariposa a punto de aterrizar en una corola. Como una rosa sacando sus primeros pétalos inmaduros y sus espinas. Como un petardo al final de la mecha. Como la últimas celda de un panal de abejas. Como la primera gota de lluvia sobre un hombro. Como el murmuro de las hojas de otoño. Como una bengala de socorro. Como el puñetazo que lleva al siguiente. Como la fluctuación de las isóbaras. Como el viento. Como coger la lija para afilar. Como soplar vidrio. Como lava densa y tranquila. Como la mitad despistada y arrepentida de una lengua bífida. Como el último mueble de la mudanza. Como la tristeza, la alegría y la suerte.

Así vi volar a la paloma: sin verla en absoluto. Vi todo lo que podía ser. Todas y cada una de las rutas que podría haber volado. Todos los vencejos incontables que vio desde su nido sin darse cuenta de la infinitud del proyecto de sus alas, ni de que aquel sería quizá su segundo y último vuelo. Así la vi. Traviesamente. Volando hacia delante. Hacia y hasta el final. Así la vi sin verla, justo antes de echar a volar. Así la he visto siempre. Siempre que soy capaz de ver. Siempre que vuelve sobre un tejado y pía sobre el cristal desde una teja. Siempre. Siempre que abro la ventana para verla.


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