Mi madre estaba sentada en el sillón de muelles que teníamos en el salón.
Mientras, mi padre estaba cogiendo los tomates. Uno a uno. Sin dejarse ninguno
por muy pequeño que fuese.
Mi padre dice que los tomates pequeños son los mejores. Son los que
tienen más semillas, y los que tienen el sabor más dulce.
Una hora después mi padre llegó a casa. Tenía las manos azules de coger
tomates. Le di un abrazo como si pasase fotos en un álbum. Me dio una palmadita
en el hombro, como siempre. En uno de sus toques cariñosos le agarré la mano.
-
Te vas a manchar –me advirtió.
-
Mancharse de experiencia no es malo de vez en
cuando.
Sonrió. - ¿Quieres unos tomates? –dijo-. Estoy deseando que pruebes alguno de esta cosecha. Creo que han salido magníficos.
-
¿Por qué no? No creo que vengan mal para el
camino.
Salimos y vimos el campo de cultivo. Parecía una dehesa de esferillas de
cobalto. Tenían un color que competía con el del cielo. Hasta el brillo de los
tomates que tintineaba parecía pedirme que me quedase. El sol ese día estaba
radiante, casi fulguraba. Era como si quisiera ayudar a los tomates, mostrando su
tintín más convincente. Se habían aliado para que no me fuese.
Detrás del campo azulado se veía el bosque. El follaje se extendía a lo
largo de cientos de yardas y al final, rozando el horizonte, aparecía el pico
Castillo. Estaba rodeado de miles de montañas que a su lado, eran sólo pequeñas
piedras. No se veía ni una nube en la lontananza. Si acaso algún pueblecillo y
muchos ríos.
-
Voy a echar mucho de menos esto –dije como
cerrando un álbum de fotos.
-
No lo hagas, hijo.
-
¿Quieres que me vaya?
-
No es eso, pero seguro que afuera hay tomates,
mejores y más pequeños que los nuestros. ¿Has visto este paisaje? –dijo mientras
extendía la mano como abriendo una puerta.
-
Para mí los mejores seguirán estando aquí.
-
Todavía tienes mucho que vivir, hijo. ¿Tú sabes
la cantidad de variedades de tomates que existen en un mundo tan grande como
éste? Hay tomates verdes, amarillos, plateados, rojos y hasta transparentes. No
todos son azules como los nuestros. Ni si quiera todos están dulces.
-
Ya lo sé papá, pero yo no quería irme.
-
Pero tienes que irte. Tu vida no puede ser siempre
recoger tomates azules –esa frase fue como una grapa en mis labios.
Agaché la cabeza y mi padre me dio otra palmadita en la espalda. Esta
vez no le cogí la mano.
Fui a mi habitación. Tenía la mochila de senderista perfectamente
preparada. Cogí la cantimplora y me la colgué al cuello. Mi madre me había
dejado los tomates en una bolsa de tela encima de la cama. La cogí y la até a
la mochila férreamente.
Bajé tras despedirme de mi habitación. Me remangué los pantalones y la
camiseta, me despedí de mis padres y salté el cerco de tomates. Me sentía como
un pájaro recién enjaulado. Levanté la mano y la moví de un lado a otro
mientras sonreía a mis padres antes de adentrarme en el bosque.
Poco después mis padres se metieron en casa. Me encontraba peor que
entre una espada y una pared; entre un bosque y un cerco de tomates. No
entendía por qué tenía que irme.
Me quedé sentado un momento mirando la tarde, que se acercaba. El brillo
de los tomates se iba. El sol se ocultaba por el oeste y, cada vez más, una
sombra se acentuaba tras de mí. Acercándose al bosque, al que daba la espalda.
Seguía mirando mi casa. Mi melancolía se tornaba densidad. Y pesaba.
De pronto me levanté y empecé a recorrer toda la parcela. Despacio, como
un costurero urdiendo un bordado.
No sentía que fuese a irme. Sentía que aún vivía allí. Incluso con la
mochila, los tomates y la cantimplora a cuestas.
Decidí de pronto que no iba a hacerlo. Entré en casa. El salón estaba
vacío así que dejé mis cosas y fui corriendo al cuarto de mis padres.
No estaban.
Mis ojos se abrieron como agujeros negros. No podía entender qué había
sido de ellos. Habían desaparecido como una mota de polvo en una tormenta de
arena.
Entonces vi que en su habitación había un tomate muy pequeño; de esos
que le encantaban a mi padre. Lo cogí y me lo comí. Era muy dulce, hasta
empalagoso; di dos mordiscos deliciosos, pero no pude con un tercero.
Bajé de nuevo, cogí mis cosas y salí. Me quedé en la puerta de casa.
Miré al cielo pensando en mis padres.
Estaba anocheciendo. Y mis padres en mi cabeza también.
Me quedé mirando el horizonte al fondo del bosque. Volví a ponerme entre
el cerco y el follaje. Los tomates no brillaban, pero la sombra que se adentraba
antes en el bosque, se hacía cada vez más grande. Mi propia sombra. Ante mí. Penetrando
en él.
Levanté la cabeza siguiendo su rastro y miré al fondo del horizonte. Un
horizonte negro, pero sobretodo opaco. Era la primera vez en mi vida que no
sólo miraba al horizonte. El horizonte me miraba a mí.
No tardó mucho en llegar la noche, pero ya me había adentrado en el
bosque. Ahora era la luna la que hacía tintinear las plantas, que esta vez eran
árboles. No veía ya mi casa. Estaba ya muy lejos, pero mucho más cerca de
cualquier otro sitio.
De pronto vi que un rayo de luz del plenilunio se escabullía entre las
hojas, revelándome un sendero. A través de un matorral veía el haz atravesando
las hojas.
Casi se me había olvidado mi casa. Mi hogar, y mis padres. La marcha
nocturna era fabulosa.
Me acerqué donde se perdía la luz de la luna, admirado. Mis pupilas
dilatadas veían el mundo casi en blanco en negro. La luz iluminaba un sendero.
Sin hierba ni árboles. Tierra nueva, y blanda; hojas verdes caídas.
Entonces vi, iluminado, un tomate rojo tirado en el suelo.
Pero ya sabía que había más tomates.
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