Pocas veces se
puede sentir el vacío en uno mismo. O mejor dicho: pocas veces puedes sentir
que te estás vaciando.
Me iba a ir a la
cama, y me quité la ropa y vestí de acuerdo a ese acto placentero que me apetecía
experimentar: dormir. Abrí la cama y, como cayendo en una nube, sentí que se me
cerraban los ojos, a medida que me iba tumbando. No tardé en dormirme.
Sin embargo, un
pinchazo en el cuello me despertó. Me incorporé sobresaltado e
inexplicablemente aturdido. Sentía que la sangre no me llegaba al cerebro como
antes. No me costaba pensar pero se me hacía pesado estar consciente.
Me volví a tumbar
y comencé a sentirme como en tumbado en una piscina con poca agua: sin cubrirme,
pero mojado. Sentía húmedo todo mi cuerpo y entre mis sábanas olía extraño.
Como a hierro oxidado.
Entonces me llevé
la mano al cuello. Noté cómo mi sangre salía de mi cuello lentamente, como
cuando dejas el grifo casi abierto: que no gotea, pero no chorrea. Me levanté.
Rompí a llorar.
Fui al salón,
donde aún seguían mis padres. Decidieron rápidamente llevarme un hospital. Mi
padre me puso una venda alrededor del cuello para que no sangrase demasiado. No
tardó en ponerse roja.
Todos fuimos
apresuradamente hacia el coche. Nos subimos. Yo me puse el cinturón. Mis padres
miraban en todas direcciones. A veces se llevaban las manos a la cabeza. Salimos
de nuestra calle y a poco de llegar a la autopista, que estaba relativamente
cerca de mi casa. A los minutos, la venda no tardó en ponerse roja. Mi sangre goteaba sutilmente desde la venda
hacia mi pecho. Una gota llegó a mi pecho. Me entró pánico. Eso avivó mis
lágrimas. Le grité a mi padre “¡Me está goteando por el cuello!”.
Lo siguiente que
recuerdo es estar sólo en el coche estrellado en una farola.
Salí del coche.
No había nadie y nadie se había despertado. Tenía todo el cuello bañado en
sangre, pero la herida ya no goteaba. El cinturón había parado la hemorragia.
Fui al cadáver de
mi padre. Su cara estaba boca abajo, no así la de mi madre. La sangre empezó a
brotar de nuevo, con más fuerza que antes. No llamé a la policía. Le cogí las
llaves y me fui a casa. Ya no lloraba.
Llegué con todo
el pecho ensangrentado. Cogí un papel y un bolígrafo y me puse a escribir, que
era lo único que me apetecía hacer antes de morir.
Disculpe si
encuentra este papel demasiado ensangrentado.
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