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Mi Tumba

Un chorro de lacre tedioso y ardiente me cubre. Desde mi cabeza, cubre todo mi cuerpo petrificando todo suspiro que puedan exhalar los poros de mi piel. Callándolos.

Mi piel se quema con las llamas vivas del lacre que desciende por mi cuerpo y que se infiltra en mis entrañas. De las yagas y de mi piel calcinada, empieza a brotar mi sangre. Ni si quiera su fluidez opone resistencia; mi sangre no tiene color. Ésta, por voluntad propia, decide enfriar mi piel, enfriando también el lacre. Este se diluye un poco, extendiéndose aún más por mi cuerpo, pero ya sin quemarme.

No tarda en llegar a mis pies. Quizá una agonía pequeña podría salvarme, pero, qué cadaver desea vivir, si ni siquiera puede desear. Mis pies se cubren por completo. Mi apariencia ahora es la de una bella estatua roja plateada; para nada la de una persona. Tal como el bello nicho que esconde la turbidez putrefacta de un cuerpo sin vida en un cementerio.

Y aquí estoy, sin moverme, sin querer hacerlo. Sin vida. Delante de mi escritorio. Con un brazo que sostiene mi mentón, con el codo apoyado en una falsa razón. La de ser. Que ya se ha ido con el aire que respiraba y que ya no puedo respirar, pues no me llega el aire. Además, mi sangre ya no quiere fluir más.

Suficiente ha tenido que enfriarme.

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Cada vez que te abrazo, muchas cosas me pasan. Siempre mis manos a tus largos bosques se lanzan y cuando te acarician se enganchan en sus ramas. Bajo esas largas ramas siempre encuentran tu espalda. Planean en los surcos de tu piel, como emplumadas como sin peso, y aterrizan en tu piel de nácar. Y pecho y pecho. Mejilla y mejilla. Juntadas, tras del aterrizaje, como visagras. Como si en pulso y rubor se juntara el alma. y que los pulsos y rubores se contagiaran. El contagio, en un desliz voluntario, atrapa de improviso los pares de labios que, aunque escapan de la atadura del pulso y rubor, no se marchan. Y en un vaivén, los labios atados, se desatan y el aire vuela, vuela y vuela entre las visagras. Pero aunque vuela, cambia y baila, luego se apaga y solamente el silencio suena, labios en calma. Y al abrir los ojos, y reenfocar la mirada veo tu cara, el rostro precioso al que besaba. Ese rostro. Un rostro que es una bandera izada sobre el mástil de un cuerpo de una belleza franca. Un

Un abrazo

Alquitranes húmedos besan mis sketchers ya pasadas dadas de sí por miles de pasos. Unos andados, otros bailados. Otros que buscan algo. A veces, en estas noches como un pecíolo de hoja que, en otoño se resquebraja en silencio mucho antes de caer, mi ánimo, también se resquebraja. De mis ojos salen lágrimas  que son de aire porque la humedad la tienen el alquitrán y mis pasos y mi sudor y mis pasos. Y por la soledad de dentro de mis ojos no sale nadie. Muchísimas noches abrazaría el aire me devolvería el abrazo más amable el más tierno, el más gentil, y el más suave Pero es que de todo eso es demasiado el aire y se desharía entre mis manos de carne. Necesito un abrazo que sea tierno y terso y firme y sinuoso. Justo como el dibujo del resquebrajo de ese pecíolo qué está en mi ánimo. Un abrazo  que dibujara el resquebrajo pero en sentido contrario: que acabara de romper o reparase esa hoja. Un abrazo. Que me impidiera llorar o precipitara el llanto. O quizá a encontrarme o romperme con ot